Jaime Richart
El
momento menos indicado para publicar algo digno de ser tenido en cuenta
son esos en los que una idea puesta en marcha, una idea noble pero
imprecisa o demasiado vaga, llega entre fanfarrias y precedida de mucho
ruido, y sus patrocinadores y divulgadores no admiten réplica. Ni
siquiera la réplica que, aceptando la premisa principal, uno pueda
sentir la tentación de hacérsela a sí mismo...
Para
hablar de ideas de mucha importancia, con un hondo sentido de
racionalidad y de justicia social como es el caso del feminismo, es
preciso esperar a que cese la tormenta. Dejemos que las demandas, las
exigencias crispadas o nerviosas pero en todo caso contagiadas por la
emoción de un ideal o por el fastidio que causa una aspiración
insatisfecha, sigan su curso natural y social en forma de
manifestaciones en la calle, de conferencias, charlas, coloquios y
pancartas, todo expresando el deseo vehemente de liberación. A fin de
cuentas, en el siglo XIX M. Claude Bernard llegó a decir que el cerebro
segrega pensamiento como el hígado, bilis. Y si son miles los cerebros
que lo segregan, no debemos privarles de la posibilidad de expulsarlo si
el pensamiento adopta la forma de demonio y tiene necesidad de salir.
Pero jamás se me ocurriría responder ahora, y por mucho tiempo, a una
militante feminista. Cuando llegue la calma me propongo hacerle entrar
en razón a condición de que se serene y abandone momentáneamente las
consignas y las ideas acuñadas sobre el particular, y esté en
condiciones de escuchar, pues ahora es imposible razonar...
Esto
escribía yo el pasado día 8, momentos aquellos en que me daba cuenta de
que la reflexión está reñida con el ruido. Estamos hoy a día 12 y ya me
parece oportuno discurrir sobre aquellas agitadas demandas.
Pasada
la marea feminista del Día Internacional de la Mujer Trabajadora, me pronuncio a
despecho de las ideas invasoras acerca del asunto y digo que una cosa
es el feminismo rancio, doméstico que ellos llaman, y machista de la
derecha y ultraderecha española, que no hay quien no deteste salvo que
forme parte de ellas, y otra el feminismo extremo de la izquierdas cuya
convulsión parece proponerse desalojar en la sociedad española al
machismo imperante, para instalar en su lugar el hembrismo: un machismo
del mismo cuño pero invertido de signo.
Y
digo esto, porque no hay ley alguna que discrimine por razón de género.
Las desigualdades localizadas entre hombre y mujer son las derivadas de
las desigualdades generales. Son consecuencia de las inevitables entre
gigantes y enanos, entre feos y guapos, entre una estética o estilo
personal u otros, entre lucir un o una aspirante a ser empleado o
empleada un piercing, rastas o tatuaje, o no, entre elegir a un empleado
que no dé problemas y otro que eventualmente los dé, y así
sucesivamente. Si admitimos vivir en un sistema, desgraciadamente, de
libre mercado y de libre concurrencia (yo preferiría el otro, el
radical, el comunista, el de la justicia social que supera las
desigualdades naturales, etc, pero aquí es lo que hay), en el que se
venden todos los días y a todas horas libertades formales y libertad sin
adjetivos, las desigualdades entre hombre y mujer no pueden superarse a
base de imponer a empresarias y empresarios una cuota de géneros. La
empresaria o empresario contratará a quien mejor le convenga. A partir
de aquí, sólo queda confiar en el modo de interpretar las leyes, la
equidad y la justicia abstracta los jueces y las juezas, los magistrados
y las magistradas los casos penales o civiles de cualquier índole que
deban enjuiciar. Y en este aspecto tampoco se puede hacer mucho más que
desear que el juzgador o juzgadora aprecien siempre una mayor
vulnerabilidad en lo que un día fue llamado sexo débil y hoy lleva
camino de convertirse esa expresión en motivo de persecución, que en el
sexo fuerte; que tenga presente las limitaciones y condicionantes que la
naturaleza hace acompañar a una madre en ciernes o una a madre
consumada.
Ese feminismo exacerbado al uso, que no deja sentirse (con
esa misma virulencia al menos) en otros países de la Europa a cuyo
sistema pertenecemos, no puede compararse con otros movimientos
feministas, como el de las sufragistas. Porque este movimiento tenía un
objetivo concreto: ser reconocido el derecho al voto que no tenía la
mujer, mientras que el feminismo de hoy es un brindis al sol, pues sus
propósitos no dependen de la legislación. Su justa y comprensible
finalidad, que la mujer, aparte del marco legislativo, tenga la misma
valía y consideración que el hombre en la sociedad española, como tantas
otras cosas, depende de abstracciones: de un ideal de comportamiento
personal, de la autonomía sagrada de la voluntad en lo económico y en lo
laboral, de la educación general, de la sensibilidad colectiva y del
paso del tiempo. Lo mismo que de todo eso dependen el espíritu y la
conducta de los políticos, el criterio de los jueces, y el egoísmo del
empresario, del banquero y de los financieros capitalistas, no del griterío para que se reconozca a la mujer lo que todo Occidente le reconoce ya...
DdA, XV/4113
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