Jaime Richart
Jurista y antropólogo
He vivido
entre dos aguas. Cuarenta años de un régimen oficialmente dictatorial y otros
cuarenta de un régimen oficiosamente sospechoso. Al menos no en una democracia consolidada,
sino en un limbo persistentemente inmaduro por lo que ahora voy a argumentar...
En la
dictadura, desde los púlpitos de las iglesias y desde los estrados de los
colegios que eran un vivero de futuros nacionacatolicistas, los curas nos
atronaban con sus amenazas espirituales y sus consignas patrióticas. En el
primer tercio de la satrapía y hasta muchos años después, el efecto del
adoctrinamiento era demoledor en las conciencias de niños, adolescentes y jóvenes
que no habían pasado por una guerra. Doy fe de que aquellas generaciones
nuestras, la mía y posteriores, como no podía ser de otro modo, interiorizaron
el adoctrinamiento sin rechistar. Y toda doctrina implica un mėtodo. Como de
acuerdo a un protocolo se inyecta la vacuna contra los gérmenes de una epidemia
o como se inoculó al Tercer Mundo la evangelización. Así, sometidas a una
lobotomía invisible, a niños, adolescentes y jóvenes se les extirpaba la
tentación de todo juicio crítico y formarse todo criterio que no fuese conforme
a las creencias oficiales sobre el origen divino del papado, del dictador y
luego del monarca, sobre la vida, la
muerte y la trascendencia, y sobre cualquier otra opción política que no fuese
el Régimen. Aquellas prédicas, como la carcoma en la madera, se irían infiltrando
poco a poco en las mentes hasta configurar toda una mentalidad. Cuarenta años
son muchos para no conseguirlo. La que iría configurando más adelante, en un
tiempo de futuro, un modo de pensar no muy alejado de los postulados del régimen
convertidos en verdades de granito, y lejos de la atmósfera democratizadora de
una Europa que no había sufrido guerra civil alguna, pero sí dos guerras
mundiales que la habían dejado profundamente conmocionada o quizá más bien
espantada. Pero eso sí, una vez depuradas en Nürenberg todas las
responsabilidades, con la firme voluntad de una paulatina concordia entre las
naciones contendientes y el fruto de un
renacimiento del que España no participó y nunca ha participado...
Hablaba de
lobotomía en sentido metafórico. Pero de
hecho, a partir de los años 35 y 36 la lobotomía clínica, que consistía
en la extirpación del lóbulo frontal, fue practicada frecuentemente para “curar”
enfermedades como la esquizofrenia o la depresión severa, pero también para
corregir conductas “poco recomendables” como las de adolescentes desobedientes
y otros “desarreglos” generales de comportamiento. Si las personas
lobotomizadas eran más "tranquilas", se podía poner punto y final a
conflictos y problemas relacionales simplemente poniendo el foco en un
individuo que tenía que "cambiar"... Como la lobotomía clínica no podía
practicarse masivamente como seguramente hubiese deseado el tirano, se practicó
a la población de un modo virtual: por las artes del adoctrinamiento y del
lavado de cerebro. Así es como el espíritu autoritario inherente a todo sistema
dictatorial era introyectado concienzudamente por todos los agentes a su
servicio: curas, maestros, empresarios, policías, jueces... Nadie podía “existir”,
nadie podía ejercer su oficio o profesión si no había declarado antes su adhesión
al Régimen que les aleccionaba, les adoctrinaba y en definitiva hacía posible
su vida aunque fuese miserable...
Pues bien,
aquel proceso de interiorización no se detuvo por el paso casi súbito
de un régimen autocrático a un régimen teóricamente democrático, y siguió su
desarrollo. El pensamiento franquista respecto tanto a la forma de Estado monárquico
como a la configuración territorial sin alternativa, se introducía en la
Constitución en 1978 para erigirse el nuevo
modelo de la democracia inorgánica de partidos. Una Constitución redactada con
otras palabras, pero astutamente introductora de la monarquía y reproductora
del lema franquista de la “una, grande y libre”: una simplificación
nacionalista del concepto de España, que la define como indivisible y niega la
posibilidad de cualquier descentralización territorial...
Así es cómo
se ha ido fraguando, larvado, el franquismo en el
genuino pensamiento “conservador” a la española, de los miembros del partido que inmediatamente se
formó con el fin oculto de hacer de cancerbero... Después ese partido cambio de
siglas, pero era el mismo. Desde entonces, hasta hoy...
Y así,men
esas condiciones, fue cómo de una dictadura mitad militar mitad religiosa, se
pasó a un Estado nominal de Derecho. Un Estado diseñado con similares mimbres
del autoritarismo sin resquicios que, por un lado, impedía cualquier otra fórmula
territorial que de algún modo significase la posibilidad de “romper” el
concepto de “Una”, y que, por otro, contenía el bagaje moral, en materias como
el aborto o la eutanasia, del pensamiento católico extremo remanente en los
reductos dominantes del opus dei.
El caso es
que tanto la monarquía y el lema, “una, grande y libre” atravesaron la Constitución al concebirse y redactarse en
un texto rígido, no flexible, salvo en lo que exigía atemperarse tanto a las
condiciones políticas y económicas existentes en Europa como a la adhesión de España a la Comunidad Europea el 1 de
enero de 1986. A todo lo referido es debido que las ideas fundamentales del
franquismo: monarquía e hipercentralismo, afloren ahora con todo desparpajo en
el programa político de un “nuevo” partido cuyos miembros, desprendidos en su
mayoría del partido conservador oficial, vienen desde hace mucho tiempo atentos
a la ocasión propicia para exhibirlos y proclamarlos sin tapujos, como han
hecho en los recientes comicios autonómicos de
Andalucía...
Se
produjo, pues, una transformación política de la cáscara, pero permaneciendo la
pulpa del franquismo emboscada entre el articulado de la Constitución. La
impresión que quiso transmitirse con la promulgación de ésta es que el clima
psicosocial que había sido dominado por una
teocracia virtual a cuyo frente estaban los curas más entusiastas del dictador,
era barrida. Y efectivamente o en apariencia, los curas se hicieron a un lado
en el nuevo modelo político. Pero alguien tenían que predicar. Pues bien, ese
cometido lo desempeñarían nuevos predicadores: los periodistas. Los curas ya no
serían los que nos hiciesen temblar. A partir de entonces serían los
periodistas quienes se encargasen de que la conversión institucional y política
calase en la sociedad. Y así fue durante un tiempo, y
así sigue siendo o así lo parece. Pero los periodistas no se limitan a informar,
a relatar los hechos o a transmitir el resultado de sus pesquisas. Los
periodistas se dedican sobre todo a opinar, a dar su opinión civil. Como antes
los curas la suya religiosa. Y su cometido como “informadores” lo ponen al
servicio de una ideología o se decantan por una ideología, generando corrientes
de opinión e influyendo en las tendencias acerca de la idoneidad o
incompetencia de uno u otro partido político. No les basta con decir: estos son
los hechos, estas son las conductas investigadas, ahora os toca a vosotros
pronunciaros... El caso es que la tarea, la tarea de apuntalar el sistema, no
resultó difícil. Todo consistía en respaldar y favorecer la “causa” de la monarquía
y de la Transición. Pero no era suficiente el texto constitucional aprobado por
el pueblo español en condiciones plebiscitarias miserables. Era preciso
robustecer a la una y a la otra para darla por terminada...
La idea
fue la de siempre en el país de los pícaros: un efectista intento
de golpe de Estado que fortalecería la figura regia como el nuevo “salvador”
de España. Porque el periodismo más activo ha estado siempre a favor del statu
quo. Al periodismo le han interesado siempre mucho más las peripecias políticas
que a menudo incluso atiza, que los cambios profundos. Los cambios de fondo no
interesan a quienes manejan el periodismo preponderante. Por eso, todo lo que
no esté de acuerdo con la literalidad del Estado de Derecho que tanto les
preocupa, son aventuras inadmisibles. Me refiero, naturalmente, al periodismo
dominante y a quienes quizá sin ser periodistas siquiera, explotan la “información”
desde sus despachos sin que el gran público les conozca. Me refiero a esos a
quienes no interesan los
cambios significativos sino sólo los bursátiles. Porque a ellos les va
muy bien. Y al efecto, para eso cuentan con periodistas mamporreros a quienes
nadie puede acallar porque para eso ellos están detrás. Y por ello, pese a no
haber nadie que sea un “interesado” que no sepa que vivimos sobre una colosal
impostura política desde 1978, ese periodismo, en lugar de estar dividido, es
mayoritariamente hostil no ya al proceso separatista catalán, por ejemplo, sino
a la propia idea independentista, como abunda en Escocia, en Quebec o incluso forma parte del ideario
del Brexit...
Porque no
mucho después de terminada convencionalmente la Transición, empiezan a aparecer
los expolios y las trampas. Poco a poco se va sabiendo del desvalijamiento de
las arcas públicas cometido por los propios administradores del cambio, que
eran básicamente los políticos del partido que hacía pasarse por “conservador”.
Poco a poco se va descubriendo que un tribunal, que no existe en ningún otro país
europeo, vigila que nadie se aparte ni un ápice de la letra de la Constitución,
menospreciando la epiqueya o
adecuación de la letra al espíritu de la ley. Poco a poco se va comprobando que el
periodismo del que tanto esperábamos, se va mostrando como instrumento esencial
de un propósito con el que no contábamos:
reafirmar y reforzar el pimpante Estado de Derecho tal como dice la teoría,
con todos sus ribetes franquistas y un monarca que a su vez hacía mucho tiempo
que dejaba demasiado que desear. Poco a poco se iba materializando la idea de
que los medios principales se habían prostituído antes de ponerse a trabajar y
a prueba en un régimen de libertad. Poco a poco, en fin, empezaban a hacernos
odiar los periodistas de la oficialidad al oprimido y amar al opresor, como
dice a propósito de otros asuntos el periodista estadounidense Bernard “Bernie”
Sanders...
En
resumen, los curas habían pasado a un segundo plano en el reparto de los
papeles. Habían sido, por decirlo así, desalojados de sus púlpitos para ocupar
su puesto otros predicadores, los periodistas. Pero no los periodistas
disconformes con la Constitución u desconfiados de ella y de todos los tejemanejes de los últimos
cuarenta años, sino los periodistas obsecuentes con los monarcas y la monarquía,
con una justicia y con un Estado de Derecho que hacen
aguas por todas partes y que llevan la imprompta del franquismo tardío....
Eso es lo
que explica que la Constitución sea en realidad el
calco de un legado del dictador, la herencia recibida de un caudillo militar
que acogen con júbilo y convencidos sus albaceas testamentarios que son los
tres partidos conservadores en liza, a los que en diversos aspectos se ha
sumado un partido socialista irreconocible en los últimos tiempos, y a ellos
los periodistas más bullangueros, para galvanizar entre todos el espíritu franquista más o menos solapado, y hacer posible si es
preciso nuevamente por la fuerza, mantener el Reino de España y la Unidad tal
como la entendió el dictador.
La cuestión
es que el periodismo, los medios, la línea editorial de los medios, en lugar de
favorecer las vías del cambio lógico y efectivo, no el teórico, cierran filas
para mantener el statu quo, es decir, para que todo siga igual; para que
salga airosa la monarquía pese a su indecente papel durante cuarenta años, y
para que el Estado y la hipercentralización franquista cuyo testigo recogió desde
un partido y ahora son propulsados por
otro nuevo partido de su mismacatadura, acabe imponiéndose. Eso, en lugar de lo
que hubiera sido propio de mentes despejadas: promover
la
ruptura pacífica con un establishment infame basado en una Constitución
infame dando voz y megafonía a quienes proclaman que es imprescindible para una
España a la altura del siglo anular las maniobras permanentes de los más
impresentables reaccionarios...
Porque
seamos claros. Ningún impulso se advierte en el periodismo oficialista que,
haciendo uso de su libertad, de su derecho y de su obligación de “informar”,
promueva dentro de las libertades formales, política y de expresión, una forma
de Estado distinta. Por ejemplo, la solución federal. Y no sólo es que no se
atisbe en el periodismo en general algún empuje hacia otra cosa, es que con la
difusión de sus ideas propulsa la fuerza centrípeta de los “conservadores”, que
son los defensores a ultranza de un más o menos descarado pero en todo caso
rotundo caudillismo, aunque en este caso sería colegiado, es decir,
transversalmente compartido...
DdA, XV/4.036
No hay comentarios:
Publicar un comentario