jueves, 13 de diciembre de 2018

DE LOS MOCOS Y OTRAS LACRAS EN LA BANDERA PATRIA

Aunque no me identifique con la bandera nacional por creer que la Historia nos debe la que por primera vez instauró en España una democracia y fue defendida frente a una dictadura fascista, comparto en buena medida lo que el escritor Juan Manuel de Prada expone en este artículo firmado en uno de los medios en que colabora con regularidad y que me permito republicar. Admito que Dani Mateo está en su derecho de hacer la mocosa humorada con la enseña nacional, en virtud de la libertad de expresión a la que tiene derecho, y también que muchas personas se hayan sentido ofendidas por ello en este país, pero creo que esto último le ocurriría a este Lazarillo con la bandera tricolor de la segunda República si alguien hubiera hecho igualmente esa mocosa humorada con ella, amparándose también en la libertad de expresión que, en ningún caso, debe ser conculcada Desde luego, tanto en el vigente régimen como posiblemente en una tercera República se darían aquellos salvapatrias fariseos que se forran envolviéndose en la bandera española la ensucian con manchas indelebles. Y, a la vez que ensucian el símbolo, tornan odiosa para muchos la realidad que ese símbolo representa. No son los que se suenan los mocos en las banderas los que nos deben doler, sino los que se envuelven en ellas para hacer de la patria una factoría de corruptas granjerías. Pero con esos parece que no hay quien pueda.

Juan Manuel de Prada

No me mueve a escribir este artículo ninguna simpatía hacia el cómico llamado Dani Mateo, que en una humorada reciente se sonó los mocos en una bandera española. He de confesar, de hecho, que no tenía de este cómico otras referencias que las que algunos amigos indignados me habían hecho llegar, advirtiéndome de que en más de una ocasión me había escarnecido de las formas más burdas, en el mismo programa que acogió su alivio nasal. Aunque este cómico haya contribuido gratuitamente a mi desprestigio no le guardo, sin embargo, ningún rencor; pues todo lo que hizo fue con la venia de sus amos, que paradójicamente son los mismos que publican mis libros. Tal paradoja podría servirnos para explicar el alma del capitalismo y su vocación nihilista; pero lo dejaremos para mejor ocasión.

Tampoco escribo este artículo por aversión a las banderas, que algunos botarates consideran un mero “trapo”. Pero también es un “trapo” el pañuelo que la muchacha regala a su novio en prenda de su amor, o la bufanda que el hijo hereda de su padre difunto; y en esos “trapos” los seres humanos simbolizamos, desde la noche de los tiempos, nuestros amores más abnegados. A través de las banderas, como a través del pañuelo de la novia o la bufanda del padre difunto, los hombres expresamos nuestras lealtades más arraigadas, nuestros anhelos más hondos, nuestras aspiraciones más nobles. En un pasaje especialmente tenebroso de La filosofía en el tocador, el marqués de Sade propone que, en lugar de perpetrar matanzas o deportaciones, quien desee destruir una comunidad humana debe «emplear la fuerza contra sus símbolos». Y es que Sade sabía perfectamente que la destrucción de los símbolos es la antesala del aniquilamiento de la naturaleza humana: pues el hombre, antes que ese animal económico que postula el materialismo, es un «animal simbólico» cuya vocación espiritual sólo puede expresarse mediante “trapos”, canciones o ritos que encierren la fuerza de un símbolo. Los ingenieros sociales más sofisticados, antes que las masacres, prefieren el despojo y el escarnio de los símbolos, que dejan a los pueblos sin identidad, moviéndose en el vacío hasta convertirse en patulea desalmada: fieras prestas a atender de nuevo la llamada de la selva.

Sólo las sociedades enfermas se dedican a escarnecer sus símbolos; pero también en el escarnio, como en cualquier otra acción destructiva, hay grados. Hay quienes, como el cómico Dani Mateo, recurren al escarnio más plebeyo y elemental (la humorada de trazo grueso, la zafiedad ramplona, el desahogo aspaventero), tras el cual suelen esconderse la inconsciencia o la bravuconería. Y hay quienes escarnecen los símbolos de forma mucho más refinada y pérfida, utilizándolos como tapadera de sus desmanes, envolviéndose en ellos para que sus fechorías pasen inadvertidas. Pienso, por ejemplo, en un célebre escritor a quien muchos ilusos consideran un gran patriota (lo eligen siempre para lanzar soflamas encendidas contra el separatismo), al que primero le pillaron una sociedad panameña y luego lo cazaron escaqueando dinero al fisco. Pienso también, por ejemplo, en un ministro valentón, a quien también muchos ilusos consideran un gran patriota (siempre hace pareja con el escritor célebre, cuando se trata de lanzar soflamas encendidas contra el separatismo), que vende las acciones de las empresas que administra cuando se entera de que pueden quebrar (y son empresas estratégicas, cuya quiebra causa grandes quebrantos en la economía nacional). Pienso en otros muchos, elevados en pedestales y coronados por la reverencia popular. Pero, misteriosamente, quienes arremeten contra la humorada zascandil del cómico no se revuelven contra estos ilustres aprovechateguis que envuelven con la bandera española sus trapisondas financieras y sus cambalaches fiscales.

Y entonces nos preguntamos si campañas tan desmesuradas como la que se ha orquestado contra el cómico no serán, precisamente, señuelos que se lanzan al pueblo, para provocar en él reacciones viscerales, al modo en que Paulov hacía sonar una campanilla, para que salivase el perro de sus experimentos. Y también nos preguntamos si tales campañas no se orquestarán para distraer la atención de los aprovechateguis que perpetran sus trapisondas y cambalaches envueltos en la bandera española. Tal vez ese cómico haya llenado una bandera de mocos; pero los mocos, por espesos que sean, no resisten una lavadura. En cambio, estos salvapatrias fariseos que se forran envolviéndose en la bandera española la ensucian con manchas indelebles. Y, a la vez que ensucian el símbolo, tornan odiosa para muchos la realidad que ese símbolo representa.

                   DdA, XV/4.034                 

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