Jaime Richart
Siento una marcada hostilidad hacia la política española, que sigue a
la repulsión que me provocó el modo de ejercerse durante estos cuarenta años
en los que la política se ha aproximado tanto a una parodia de democracia. Y no
sólo por las fechorías cometidas por cientos - quizá miles- de políticos, sino
sobre todo porque hemos ido comprobando a lo largo de ese tiempo que la
separación de poderes, esencial para distinguir una democracia, aun de mínimos,
de un régimen autoritario ha sido inexistente.
Pues bien, la causa de esa hostilidad viene de haber ido constatando
además en tan corta experiencia política comparada con la de otros países
europeos (hasta el punto de que ni el propio político parece haberse dado
cuenta de ello), que la distancia en la mayoría de los casos y de los asuntos
tratados entre el razonar usual del político, esté en la oposición o en la
gobernación, y el sentido de las cosas que tiene el ciudadano corriente parece
insalvable... Y si a su vez luego hemos comprobado que los Tribunales estaban
trufados de tendenciosidad, es decir; de parcialidad a favor de los poderes
fácticos en lugar de estarlo a favor de la ciudadanìa y en contra de los abusos
de estos, el sentimiento de hostilidad, añadido al de repulsión me ha acabado
provocando náusea...
Para saber de leyes hay que haberlas estudiado, ser jurista. Para interpretarlas ser además
exégeta. Pero para distinguir lo justo del injusto no es preciso conocer las
leyes ni ser jurista. Si acaso sólo las leyes administrativas. Es más, ser
especialista es a menudo un obstáculo para el sentido común en materia de
justicia. Lo mismo ocurre con la economía. En un sistema en que el dinero es
cada vez más sofisticado y su recorrido
cada vez más sinuoso e
intrincado,
hay que saber
Economía, ser economista. Pero para saber cómo debe ser la economía a
secas, ser especialista también puede ser otro escollo, pues tropieza con otro
sentido simple que es el saber contar.
En España, la mayoría de los políticos, por no decir todos, salvo algunos médicos y algunos iletrados,
son juristas o economistas. Esas dos especialidades son las que dominan la
escena política, la económica y en definitiva la vida pública. Salvo
excepciones, no hay filósofos, ni filólogos, ni historiadores, ni científicos
en los parlamentos. Esta circunstancia aleja considerablemente la mentalidad
del político de la mentalidad de la gente del montón. Se parece mucho al
oscurantismo religioso de siglos. Recuerda aquel preservar el “saber” y los
conocimientos en los reductos clericales para mejor dominar a los fieles. Los
periodistas, cuando opinan, y opinan sobre todo, dicen a menudo: “no soy
jurista, pero...”. Porque en efecto, no hay que serlo para opinar y a menudo
para opinar con más rigor y elasticidad que el jurista o juez que no tienen
presente lo que en su jerga se llama epiqueya, que es el propósito, en
su interpretación, de ajustar
la letra de la ley al espíritu de la ley...
En todo caso, lo que quiero decir es que la situación (que a cualquiera de la vida civil
le cubriría de vergüenza y retirarse de la escena) de criticar, censurar o atacar, a veces sañudamente,
el político lo que hace su adversario habiendo hecho él lo mismo o haciéndolo
él después, es tan frecuente y grotesca en España que mueven a desprecio.
Porque no son casos aislados, es norma, como acredita la hemeroteca. La
facilidad con que el político en la oposición hace promesas y afirma con contundencia
medidas si gobierna, que en la mayoría de las veces quedan luego en humo
cuando han pasado a gobernar, resulta ya
tan vergonzosa que cada día nos obliga a más ciudadanos a no querer
saber nada de impostores y ver en el político sólo a un charlatán. Decir y
desdecirse, prometer e incumplir, en España se ha hecho ley; al menos la de
Murphy.
Ese otro especialista, el estudiante o el licenciado en Lógica formal,
lo tiene que pasar fatal viendo desfilar por su vida a legiones de políticos
que le recuerdan con viveza a un vendedor de crecepelos en la feria... Porque
en política la lógica es lo de menos. Es más, es evidente que si el político
español trata de ajustar los silogismos a un razonamiento equilibrado,
elocuente y al mismo tiempo eficaz, puede sufrir un ataque de nervios. Ese ataque
que por el contrtario al ciudadano común sensato y honrado le daría, si le
pillasen en dos o tres renuncios. Sin
embargo, el político es capaz de retorcer una y mil veces los argumentos y la
lógica formal hasta extremos entre ridículos e insultantes.
¡Cuántas peldaños subiría el prestigio por los suelos del político si,
tanto gobernando como en la oposición, se expresara con la humildad acorde a
las limitaciones reales de su poder cuantas veces compareciese en público o en
los parlamentos! ¡Cuánto sonrojo nos evitaría y se evitaría se se expresase aproximadamente así: “mi partido va a intentar,
va a hacer todo lo posible para...”!
En todas partes ocurre lo que ocurre en España. Pero la diferencia
entre lo que sucede en los demás países y lo que sucede en España es que en
aquellos la basura que existe es poca y apenas se ve, mientras que en España la
basura que dejan los tres poderes del Estado pueden llegar a formar un
estercolero...
DdA, XV/4.022
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