lunes, 8 de octubre de 2018

EL ÍNDICE DE FELICIDAD BRUTA


Jaime Richart

No es que yo sea un provecto quejumbroso de esos que año­ran los años de su juventud o de su plenitud, esas etapas de la vida en las que no es infrecuente sentirse uno inmor­tal... No es que yo no dé importancia a los tiempos lumino­sos que vivimos: un hito de la historia del ser humano que los clasificará más adelante en la nomenclatura de otra Era. No es que subestime, desdeñe o desprecie las maravillas traí­das por las nuevas tecnologías después de haber ido asis­tiendo al descubrimiento de la radio, del coche, de la televi­sión y de la cama articulada... No, no es nada de eso por lo que entiendo que vivimos una época de decadencia cuya cul­minación en una guerra total o en un tedio mortal de toda la Humanidad, también Oriente, es fácilmente predecible, pero que espero y deseo no vivir y que por mi edad lo más se­guro es que asi sea. La sociedad occidental, la oriental va por otros caminos, creo que ha tocado techo y fondo. A par­tir de aquí y a pesar de que los estilos de vida y del arte se han alternado siempre ajustándose a unos patrones o rom­piendo los patrones, no veo probable una vuelta a alguna mo­dalidad de romanticismo o de clasicismo, sino al caos o a los orígenes, pero no a los orígenes del buen salvaje sino a los orígenes de lo que en el ser humano había de la bestia. Porque la deriva hacia lo orgiástico, que es como llama Nietzs­che a la ėpoca opuesta a lo apolineo caracterizado por la medida, parece acentuarse cada vez más. Ahora ya no hay otra medida ni patrón que no sea el capricho, ni más ėtica per­sonal o colectiva que el código penal: el mínimum del mínimo moral. Esto se me antoja para toda la sociedad de Oc­cidente, pero España parece estar alcanzando las más al­tas cotas de la descomposición social.

¿Será por lo dicho, que en los últimos cuarenta años en Es­paña no hemos oído ni en las conversaciones, ni en los deba­tes, ni en las tertulias, ni en las charlas ni en las conferencias la palabra felicidad, ni la hemos leído en algo que no sea de otras épocas? ¿Será porque, como sucede con tantas otras pa­labras abstractas relacionadas con el espíritu: amor, pruden­cia, recato, fidelidad, pudor, honestidad, lealtad, etc., la sociedad española ya no cree en ellas? ¿o bien que la pro­pia añoranza de los significados, cada una de esas palabras se nos hiela en la garganta al darla por perdida?

Las Naciones Unidas, es ella en sí misma decadente. La prueba de que la sociedad mundial, la que representa a to­das las naciones del mundo, es decadente está en su modo de estimar y graduar la felicidad colectiva. Valora el cuánto de felicidad de las naciones por el producto interior bruto per cápita. Es decir por lo que produce cada nación y por lo que consume cada individuo. Pues bien, en un ranking que llama Índice Global de Felicidad, basándose en diversos facto­res pero por encima de todos el PIB, entre 155 países Es­paña figura en el puesto 36, detrás de Guatemala o Malasia, siendo Finlandia el país más feliz del mundo, según el Índice de 2018.

Aunque el artilugio que supone ese Índice fuese una metá­fora, sigue siendo lamentable. Más bien una barbaridad sa­bido el grado de esquilmación del planeta al que le han some­tido las naciones occidentales principalmente; sabido que el planeta ya no aguanta, ni el desarrollo no sostenido ni el sostenido; que colosales cifras de objetos fabricados y des­perdicios no reciclables lo están aplastando; asociar la felici­dad básicamente a la producción y al consumo de materiales supone legar a las siguientes generaciones, a nuestros nietos y biznietos, unas condiciones de vida  sombrías y probable­mente insoportables...

El contrapunto a tal Índice lo puso en 1972 el rey de Bután.  Propuso a cambio el Índice de Felicidad Nacional Bruta, un indicador que mide la calidad de vida en términos más holísti­cos y psicológicos que el producto interno bruto. Es de­cir, que mientras los modelos económicos convencionales observan el crecimiento económico como objetivo principal, el concepto de felicidad nacional bruta se basa en la premisa de que el verdadero desarrollo de la sociedad humana se en­cuentra en el desarrollo material pero también espiritual; esto es, en el “desarrollo socioeconómico sostenible e igualita­rio, en la preservación y promoción de los valores culturales, en la conservación del medio ambiente y en el esta­blecimiento de un buen gobierno” marcadamente respon­sable de lo que constituye su responsabilidad colec­tiva. Si bien yo, personalmente, y supongo que millones de personas en el mundo, estimo que no es el desarrollo soste­nido el fin, sino sólo el “decrecimiento sostenido” lo que co­rresponde a una racionalidad propia del tiempo que vivi­mos.

Hablaba antes de decadencia, pues bien la decadencia moral va siempre acompañada de la decadencia orgánica del indivi­duo y de la sociedad... Pues bien, en esas sociedades de­cadentes se vive como en un verdadero torbellino y dudo mucho que se conozca, o al menos se entienda qué es propia­mente felicidad, confundida con estertores y chispa­zos. El individuo entregado exclusivamente a sensaciones, tiene escaso recorrido.  Pues la felicidad no es el goce, ni el pla­cer ni el deleite de los sentidos. Y tampoco creo que sea el arrobamiento ocasional del ermitaño en su cubil o el éxtasis puntual del monje en su celda. Ni que sea la iluminación que esperan inútilmente los gnósticos, ni el nirvana de los budis­tas, ni la ataraxia de los antiguos griegos... Al menos no puede ser nada de eso felicidad en las naciones occidentales, tampoco en España, arrolladas por el inextirpable virus del comprar y el consumir, en medio de la escasez, por un lado, y el despojo, por otro, de millones de personas. Y si alguien dice que lo es, que es feliz, nadie podrá convencerme de que no será por breves momentos y mediando una fuerte autosu­gestión.

Esto, en cuanto a la felicidad convencional colectiva. En cuanto a la felicidad individual, no hay pensador o filósofo que no haya respondido a la pregunta ¿qué es felicidad? haciendo abstracción de la circunstancia personal y haciendo recaer la “responsabilidad” de serlo exclusivamente de noso­tros, pase lo que pase. Sin embargo, habida cuenta que “yo soy yo y mi circunstancia”, como afirma Ortega y Gasset, para que la reflexión sea más útil y consoladora que teórica, a efectos más prácticos que filosóficos, y a condición de dispo­ner de lo imprescindible para subsistir, en tanto llega por fin la iluminación a los responsables del mundo sobre el giro que deben dar a la economía y a la “felicidad”, en la vida ordinaria de los tiempos actuales yo creo que sólo se puede vislumbrar la felicidad en el equilibrio personal y en la consciencia plena del vivir, del existir y del “ser” para la vida, sin aturdimiento ni desmayos. Un equilibrio cada vez más dificultoso, pero  al que habría que sumar el cultivo de la sensibilidad de modo que no derive en sensiblería, ni se adueñe tampoco de nuestra personalidad; dejando entre equi­librio y sensibilidad espacio para la bizarría. Me refiero, naturalmente, al equilibrio interno, no al equilibrio exterior que es relativamente asequible por ser artificial y sólo por bre­ves espacios de tiempo que acortan la vida. El equilibrio interior más aproximado, sin necesidad de los sinuosos y melí­fluos métodos de la paraespiritualidad y demás monser­gas orientalistas, sólo es posible de una manera prolongada con una vida ordenada, una alimentación frugal, un entrete­nimiento diversificado y un ejercicio físico moderado.

La injusticia social es una monstruosidad que denigra a la so­ciedad en proporción al escaso o nulo interés, según los ca­sos, de sus dirigentes, elegidos por ella, por aminorarla. Sin embargo, la paradoja es que entre quienes apenas tienen lo justo para sobrevivir, no hay infelicidad. El afán o impulso por superar su trance les hace inconscientes de lo que, visto por otros, es su hipotética desgracia. La gente infeliz, secreta­mente, en su estricta intimidad, no públicamente, abunda hoy día cada día más entre los acomodados, los muy ricos y los demasiado ricos. Los acomodados, porque suelen valorar más lo que no tienen que lo que tienen. Los muy ricos, por­que desean tener más y temen perder lo que tienen. Y los de­masiado ricos porque viven sólo atentos a su riqueza, y el te­dio que causa la sobreabundancia les cierra el paso a ese espí­ritu desenfadado que acompaña al indigente. Este enfo­que desfigura y falsea ese torpe modo de llamar felicidad las Naciones Unidas al reparto del producto interior bruto.

En suma y para terminar, la felicidad personal se considera inasequible salvo en la gloria, o bien es un estado excesiva­mente transitorio como para que persista en los sentidos. Y al igual que la libertad no existe en estado puro pues sólo se percibe negativamente, es decir porque la amamos somos in­capaces de abusar de ella, la felicidad bruta, la tuya y la mía, sólo está en no sentirnos desgraciados...

                                    DdA, XV/3975                                     

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