Jaime Richart
No es que yo sea un provecto
quejumbroso de esos que añoran los años de su juventud o de su plenitud, esas
etapas de la vida en las que no es infrecuente sentirse uno inmortal... No es
que yo no dé importancia
a los tiempos luminosos que vivimos: un hito de la historia del ser humano que
los clasificará más adelante en la nomenclatura de otra Era. No es que
subestime, desdeñe o desprecie las maravillas traídas por las nuevas
tecnologías después de haber ido asistiendo al descubrimiento de la radio, del
coche, de la televisión y de la cama articulada... No, no es nada de eso por
lo que entiendo que vivimos una época de decadencia cuya culminación en una
guerra total o en un tedio mortal de toda la Humanidad, también Oriente, es
fácilmente predecible, pero que espero y deseo no vivir y que por mi edad lo
más seguro es que asi sea. La sociedad occidental, la oriental va por otros
caminos, creo que ha tocado techo y fondo. A partir de aquí y a pesar de que
los estilos de vida y del arte se han alternado siempre ajustándose a unos
patrones o rompiendo los patrones, no veo probable una vuelta a alguna modalidad
de romanticismo o de clasicismo, sino al caos o a los orígenes, pero no a los
orígenes del buen salvaje sino a los orígenes de lo que en el ser humano había
de la bestia. Porque la deriva hacia lo orgiástico, que es como llama Nietzsche
a la ėpoca opuesta a lo apolineo caracterizado por la medida, parece acentuarse
cada vez más. Ahora ya no hay otra medida ni patrón que no sea el capricho, ni
más ėtica personal o colectiva que el código penal: el mínimum del mínimo moral. Esto
se me antoja para toda la sociedad de Occidente, pero España parece estar
alcanzando las más altas cotas de la descomposición social.
¿Será por lo dicho, que en los
últimos cuarenta años en España no hemos oído ni en las conversaciones, ni en
los debates, ni en las tertulias, ni en las charlas ni en las conferencias la
palabra felicidad, ni la hemos leído en algo que no sea de otras épocas? ¿Será
porque, como sucede con tantas otras palabras abstractas relacionadas con el
espíritu: amor, prudencia, recato, fidelidad, pudor, honestidad, lealtad,
etc., la sociedad española ya no cree en ellas? ¿o bien que la propia añoranza
de los significados, cada una de esas palabras se nos hiela en la garganta al
darla por perdida?
Las Naciones Unidas, es ella en
sí misma decadente. La prueba de que la sociedad mundial, la que representa a
todas las naciones del mundo, es decadente está en su modo de estimar y
graduar la felicidad colectiva. Valora el cuánto de felicidad de las naciones
por el producto interior bruto per cápita. Es decir por lo que produce cada
nación y por lo que consume cada individuo. Pues bien, en un ranking que llama
Índice Global de Felicidad, basándose en diversos factores pero por encima de
todos el PIB, entre 155 países España figura en el puesto 36, detrás de
Guatemala o Malasia, siendo Finlandia el país más feliz del mundo, según el Índice de 2018.
Aunque el artilugio que supone
ese Índice fuese una metáfora, sigue siendo lamentable. Más bien una
barbaridad sabido el grado de esquilmación del planeta al que le han sometido
las naciones occidentales principalmente; sabido que el planeta ya no aguanta,
ni el desarrollo no sostenido ni el sostenido; que colosales cifras de objetos
fabricados y desperdicios no reciclables lo están aplastando; asociar la
felicidad básicamente a la producción y al consumo de materiales supone legar a las siguientes
generaciones, a nuestros nietos y biznietos, unas condiciones de vida sombrías y probablemente insoportables...
El contrapunto a tal Índice lo
puso en 1972 el rey de Bután. Propuso a
cambio el Índice de Felicidad Nacional Bruta, un indicador que mide la calidad
de vida en términos más
holísticos y psicológicos que el producto interno bruto. Es decir, que
mientras los modelos económicos convencionales observan el crecimiento
económico como objetivo principal, el concepto de felicidad nacional bruta se
basa en la premisa de que el verdadero desarrollo de la sociedad humana se encuentra
en el desarrollo material pero también espiritual; esto es, en el “desarrollo socioeconómico
sostenible e igualitario, en la preservación y promoción de los valores
culturales, en la conservación del medio ambiente y en el establecimiento de
un buen gobierno” marcadamente responsable de lo que constituye su responsabilidad
colectiva. Si bien yo, personalmente, y supongo que millones de personas en el
mundo, estimo que no es el desarrollo sostenido el fin, sino sólo el
“decrecimiento sostenido” lo que corresponde a una racionalidad propia del
tiempo que vivimos.
Esto, en cuanto a la felicidad
convencional colectiva. En cuanto a la felicidad individual, no hay pensador o
filósofo que no haya respondido a la pregunta ¿qué es felicidad? haciendo
abstracción de la circunstancia personal y haciendo recaer la “responsabilidad”
de serlo exclusivamente de nosotros, pase lo que pase. Sin embargo, habida
cuenta que “yo soy yo y mi circunstancia”, como afirma Ortega y Gasset, para
que la reflexión sea más útil y consoladora que teórica, a efectos más prácticos que filosóficos,
y a condición de disponer de lo imprescindible para subsistir, en tanto llega
por fin la iluminación a los responsables del mundo sobre el giro que deben dar
a la economía y a la “felicidad”, en la vida ordinaria de los tiempos actuales yo creo que sólo se
puede vislumbrar la felicidad en el equilibrio personal y en la consciencia
plena del vivir, del existir y del “ser” para la vida, sin aturdimiento ni
desmayos. Un equilibrio cada vez más dificultoso, pero al que habría que sumar el cultivo de la
sensibilidad de modo que no derive en sensiblería, ni se adueñe tampoco de
nuestra personalidad; dejando entre equilibrio y sensibilidad espacio para la
bizarría. Me refiero, naturalmente, al equilibrio interno, no al equilibrio
exterior que es relativamente asequible por ser artificial y sólo por breves
espacios de tiempo que acortan la vida. El equilibrio interior más aproximado,
sin necesidad de los sinuosos y melífluos métodos de la paraespiritualidad y
demás monsergas orientalistas, sólo es posible de una manera prolongada con
una vida ordenada, una alimentación frugal, un entretenimiento diversificado y
un ejercicio físico moderado.
En suma y para terminar, la
felicidad personal se considera inasequible salvo en la gloria, o bien es un
estado excesivamente transitorio como para que persista en los sentidos. Y al
igual que la libertad no existe en estado puro pues sólo se percibe
negativamente, es decir porque la amamos somos incapaces de abusar de ella, la
felicidad bruta, la tuya y la mía, sólo está en no sentirnos desgraciados...
DdA, XV/3975
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