LA SOCIEDAD DEL CAMBIO
Jaime Richart
En la
naturaleza, salvo los cambios súbitos y aleatorios que solemos llamar
catástrofes, los predecibles, cíclicos y armoniosos de las cuatro estaciones
del año son tan necesarios como poéticos. Pero ello sin
olvidar que, a los ojos de las doradas estrellas, tan trágica es la
desaparición de un pueblo sepultado por la lava de un volcán o el aniquilamiento
de una civilización en guerras de exterminio por la suprema necedad de sus
jerarcas, como la rotura de la segunda articulación de la segunda pata de una
hormiga por el peso de una paja...
El caso es
que si fueron lentos los cambios durante la mayor parte de la historia de la
sociedad del homínido, los cambios sustantivos empezaron hace unos cien años,
siguieron una razonable progresión en el tiempo y han terminado, casi de
repente, vertiginosos, frenéticos, histéricos...
La vida de
un europeo que en 1900 tuviese 80 años habría transcurrido sin apenas darse
cuenta de los cambios habidos en su pueblo o en su ciudad y en las costumbres
de su país en general. Si no le alcanzó alguna de las guerras que salpicaron el
continente, ese anciano viviría en una burbuja de cambios casi imperceptibles.
Pero si hubiese seguido viviendo hasta hoy, después de haberse asombrado de
aquella batería de novedades que empezaron con la radio, el teléfono y el
coche, seguiría asombrado luego con la televisión, y terminaría hoy menos asombrado
por la tendencia pero curioso a cuenta de los ensayos de teletransportación cuántica...
El caso es
que a partir de la segunda guerra mundial es cuando empieza la eclosión de los
cambios mecánicos y tecnológicos en los países avanzados, y luego en el resto.
Pero en el último tercio del siglo XX hasta ahora, los cambios son constantes
y casi marean. Tanto se han disparado, que podría decirse que vivimos
centrifugados por ellos y en medio de un fuego cruzado de cambios y de intentos
de cambio que a menudo se neutralizan entre sí dificultando o
impidiendo notables mejoras posibles para la sociedad en general, unas veces, y
para una sociedad concreta, otras. El desaprovechamiento en España de la
energía solar, por ejemplo, es el caso paradigmático del desperdicio por los
intereses de unos cuantos...
Un
octogenario observador de hoy, que ha ido de perplejidad en perplejidad
asistiendo a todos esos cambios a lo largo de su vida, puede constatar ahora
que, después de haberlo visto, probado y comprobado casi todo, necesita
distinguir en esta materia el oro del oropel, pues al lado de sólidos adelantos
o utilidades abunda lo superfluo y toda clase de espejuelos. El oro es lo
atractivo o estimulante unas veces, y lo ciertamente ventajoso otras. El oropel
son tantas cosas que encierran la incitación al abuso y al embrutecimiento que, en detrimento de otras, pueden llegar a
complicarnos o a agriarnos absurdamente la vida, e incluso moral y anímicamente
empobrecerla. A cada cual incumbe distinguirlos.
Los
cambios afectan a todo; a todo, menos a la condición
humana. Ha
evolucionado muy poco. La prueba está en dos detalles de una importancia
colosal. La primera es la desigualdad entre los individuos escalonados por
clases, que ha existido siempre, y que no sólo no ha ido aminorando sino que
ahonda cada vez más la brecha entre poseedores y desposeídos. La segunda es la
pésima justicia distributiva que en lugar de corregirla, refuerza la desigualdad
con estrábicas sentencias en función de los rangos sociales.
Sin
embargo, hay otra posibilidad más asequible que el cambio de la humana
condición que parece imposible. Y esa posibilidad es el perfeccionamiento moral
de la sociedad que en unos países ya se percibe o es un hecho como
consecuencia de una armónica evolución entre racionalidad e instinto, pero en
otros, como España, no acaba de producirse, salvo en sectores aislados, en
buena medida por el prosecución de la intolerancia salvo hacia lo que la merece
una sociedad mentalmente sana. Desde luego el “sistema”, es
decir, el capitalismo extremo, es decir, el neoliberalismo, es el mayor obstáculo. Pues prima el individualismo
hasta extremos nauseabundos y la idea neoliberal se explica básicamente por
la, unas veces directa y otras subrepticia, imposición de la privatización.
Transferir, de los Estados a manos privadas por definición societarias, todas
las competencias hasta anular al Estado, es la consigna. El Estado, convertido en instituto tutelador
de la idea, queda reducido así a aparato represor,
de policías y de una justicia, dirigido a proteger el proceso privatizador
contra quienes lo obstaculicen. Una ideología esa, la neoliberal, que carece
de otros fundamentos morales que no sean iusnaturalistas; iusnaturalistas en
el sentido de la ley natural del predominio del más fuerte, atemperada hasta
ayer por la religión y la ética.
Religión y ética, a su vez, cuyo valor en tanto que
reguladores o controladores sociales se han debilitado hoy de tal modo que
no son capaces de refrenar los impulsos de predominio y de depredación
social. Y tampoco quienes son sus adalides, los moralistas religiosos y civiles,
pueden explicar la religión y la ética, siquiera engañosamente como en otros
tiempos, sin hacer el más espantoso ridículo. Pues no queda ya nadie en
Occidente que no esté avisado de que religión y ética se siguen predicando,
como siempre, para reforzar la causa del poderoso.
Los
cambios tecnológicos y de costumbres, en efecto, son brutales, pero el cambio
que en España, más que en ningún otro país del sistema, no se produce y por
ello todo el mundo debiera contribuir a él, es el de la mentalidad de los que
acaparan privilegios y riqueza. Riqueza y privilegios por lo general adquiridos,
en el mejor de los casos sin más merecimiento que el allegado por la mera locuacidad,
por los pocos escrúpulos o por la suerte del horóscopo...
DdA, XIV/3919
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