Jaime Richart
Esto que voy a comentar puede que resulte si acaso sólo un mero deslucir en
medio de tanta basura que a veces parece fuese a sepultar la vida pública.
Pero no deja de ser grotesco, aunque es sabido que el esperpento y la estupidez
forman parte de un sistema en tantas cosas
deplorable.
Me
refiero a algo que vemos casi a diario con expectativas falsas pero como
normal. Si bien, es más la reiteración lo que nos hace verlo como normal que si
acotamos la escena y la analizamos por separado del contexto en que se
produce. Si se me respondiera que esto ocurre en todas partes y así fuese, que
lo dudo, no dejará de seguir pareciéndome una lacra en todas partes.
El
caso es que me resulta ridículo, insufrible y patético al mismo tiempo ver a
menudo a un periodista, más bien a una periodista, ir por la calle con un
micrófono en la mano, detrás de un famoso de ocasión, de un político del momento o de un repentino protagonista más o menos caído en desgracia. Un
periodista, hombre o mujer, cuya misión consiste en hacer preguntas comprometidas
al personaje en cuestión, a sabiendas de que no va a responder pues las
condiciones personales y psicológicas que
atraviesa,
en absoluto son propicias ni siquiera para contestar con un sí o con un no...
Lo que sí puede suceder es que pierda los nervios: justo lo que parece buscar
el periodista, para luego rentabilizar la escena su cadena, traducida en
magra publicidad. Total, mercantilismo hasta la náusea, mezclado con falta de vergüenza.
Y
esto, como las vastas tramas de corrupción que conocemos, tampoco es un caso
aislado. Es un hábito visual, televisivo, frecuente, que me parece denigrante.
Denigrante para el o la periodista con toda probabilidad a prueba, denigrante
para el medio que le envía, y denigrante para el espectador que presencia un
breve espectáculo en sí mismo absurdo, estúpido y vejatorio.
DdA, XIV/3895
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