Lo que sí influye, y mucho, en la
condición del político en el poder y en su posibilidad de atemperarse, son
estas dos cosas: una es el tiempo de permanencia. Cuanto menos tiempo lo
ostente, menos probabilidad de corromperse. La otra es la forma de Estado.
Jaime Richart
En efecto. Hay numerosas situaciones en todos
los países vertebrados en democracia de partidos, pero sobre todo en España,
que ponen de manifiesto la distancia mental existente entre el ciudadano común
y el político. Sobre todo cuando el político ya está en la
gobernanza. Cuando ostenta el poder, unos más y otros menos, el
político es irremediablemente corrupto. Fuerzas colosales ajenas a él, por
más empeño que ponga en evitarlo, condicionan su voluntad lo bastante como
para hacer muy problemática su exacta integridad y su coherencia de una manera
permanente. Entre lo que piensa y siente, lo que dice, lo que quiere hacer, lo
que hace... y lo que puede hacer, apenas hay correspondencia salvo en asuntos
de escaso fuste. Unas veces porque se ve obligado a hacer lo que no quiere y
otras por verse obligado a desistir de lo que quería hacer, el político
gobernante más honesto es un juguete de los poderes fácticos
evanescentes:
el económico, el religioso y el
castrense. Antes de llegar al poder, su afán se lo oculta, pero luego va
comprobando que al intentar llevarlas a la práctica, sus ideas o su ideología
se malogran. Si el político sigue en el poder, esperando la oportunidad que
unas veces nunca se presenta y otras tarda mucho en
presentarse, para quienes no somos políticos el dirigente ya está en cierta
manera corrompido. Pues su actitud, y
llegado el caso su conducta, entre pasivas y
frustradas por la impotencia, invitan a la ciudadanía a imitarle. Pues de ese
modo puede ésta enmascarar y justificar su
corrupción, aunque ante la justicia no le sirva de nada, al igual que la
monarquía y la dictadura generan imitadores del dictador o del monarca, en
los aspectos más sombríos de ambas instituciones.
Digamos que lo expuesto no tiene solución. Sólo
remiendos y pública condescendencia. Pero lo que sí influye, y mucho, en la
condición del político en el poder y en su posibilidad de atemperarse, son
estas dos cosas: una es el tiempo de permanencia. Cuanto menos tiempo lo
ostente, menos probabilidad de corromperse. La otra es la forma de Estado. Una
República favorece mucho menos la corrupción que la Monarquía, pues aun
estando siempre expuesto a ella, el dirigente de la República
está
más cerca del pueblo y de su modo de ver las cosas que el monarca rodeado de
las élites. Mientras que el gobernante de la monarquía, está
más lejos del pueblo de igual modo que el rey lo está de sus plebeyos.
Que no sea posible evitar todo eso porque la
política y los políticos son imprescindibles y preferibles a cualquier otra
forma de gobierno y de estado, es algo tan discutible como tantas otras cosas, pero
en todo caso asunto a tratar aparte. Eppur si muove...
DdA, XIV/3884
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