Gracias a la siempre valiosa colaboración de mi querido amigo Jacint Torrents, lector habitual de uno de los mejores periódicos que tenemos en España -y que por desgracia no llega en su edición de papel a la ciudad en que podría adquirirlo este Lazarillo-, invito a leer este lúcido artículo publicado ayer en el diario La Vanguardia, firmado por Antoni Puigverd. Como todos los artículos periodísticos que llegan a sobrealientes, no tiene desperdicio:
Antoni Puigverd
Las noticias de la descomposición del PP están marcando
la actualidad, junto con la incomprensible sentencia que niega la
violación en Pamplona de una chica por parte de cinco cafres. La
indignación de la gente no encuentra salida política y sólo puede
desahogarse por las calles. Esto ya ocurrió hace ocho años, ocho, en
Catalunya y ahora tenemos lo que tenemos. Los problemas se pudren, si en
vez de una propuesta para resolverlos, sólo encuentran la esfinge de
Rajoy y el muro de la ley. Inevitablemente, las calles se llenan de
mujeres airadas, de jóvenes coléricos, de jubilados irritados, de
catalanes atrapados en un laberinto.
El Gobierno español se limita a dejar que salgan y se
desahoguen. Si, debido al malestar, la gente traspasa las líneas rojas,
Rajoy deriva la responsabilidad a policía y jueces. Iguales ante la ley.
Ningún interés en preguntarse por las causas del malestar. Dejar que
los problemas se amansen en las calles. Mejor aún: procurar que los
radicalismos se apropien de aquellas causas que no encuentran salida
política. En este último caso, además de descargar la responsabilidad en
jueces y policías, el Gobierno español apela al miedo de los que tienen
algo que perder. Esta ha sido, sigue siendo, la política de Rajoy. Si
ha matizado un poco en el caso de la sentencia de los cafres de Pamplona
es porque la causa femenina suscita un consenso absoluto.
Probablemente, el presidente Rajoy logrará llegar al 2020,
pero dejará un panorama de ruinas. Una España endeudada hasta el cuello,
que ha vaciado las arcas de la Seguridad Social. Una España que ha
salido sólo aparentemente de la crisis y gracias a una drástica
devaluación del precio del trabajo y con un colosal endeudamiento
público, que hipoteca el futuro de las próximas generaciones. Ni
territorialmente ni socialmente, Rajoy ha actuado con sentido de la
justicia y el equilibrio. Ni tan siquiera ha esbozado una visión
patriótica. El patriotismo no es defender la nación con rojigualdas más
vistosas que las esteladas, o con policías y juzgados inclementes,
sino proponiendo un horizonte común, inclusivo, que permita a la
ciudadanía entender que el país avanza de manera colectiva, que no
selectiva, hacia la prosperidad común.
La fétida corrupción ha sido el perfume que ha
acompañado el quietismo de Rajoy. A pesar de los escudos legales,
políticos y alegales (destrucción del disco duro del ordenador) que el
PP ha utilizado para desviar las múltiples acusaciones, la podredumbre
general de este partido finalmente se ha evidenciado. Cifuentes es la
gota que ha colmado el vaso. La corrupción del PP ha infectado todo el
sistema: de la obra pública a la universidad, pasando por la información
policial. Ha dejado la moral pública a la altura del betún. El tiempo
que le queda a Rajoy quizás servirá para confirmar la veracidad de aquel
axioma de la política española, tantas veces repetido: “Quien resiste
gana”. Pero una vez Rajoy desaparezca del mapa, el paisaje será incluso
más deprimente que el que dejó Zapatero (al que Rajoy trató con altivez y
desprecio).
Castigadas por la medicina de la crisis, las clases medias
españolas han sido encaminadas mediáticamente a buscar un enemigo
interior: los catalanes díscolos de la estelada. Siempre caricaturizado,
siempre descrito como malévolo, enfermo, ilegal y, ahora, incluso
violento, este enemigo interior nunca ha sido analizado como expresión
–equivocada, pero expresión– de una problemática que habría sido
necesario dilucidar, diagnosticar y afrontar.
El problema de Catalunya se ha ido pudriendo mientras se
convertía en el chivo expiatorio ideal. Ahora supura en los juzgados, en
las cárceles y en manos de sectores irredentistas que están haciendo
admirablemente el juego a Rajoy. Su estrategia, obvia desde hace meses,
es la del “cuanto peor, mejor”. Mientras Rajoy deja pudrir este problema
para convertirlo en el escudo protector de sus miserias, el
irredentismo catalán confía en la destrucción de España. España no es la
nación más antigua de Europa (la idea moderna de nación es del XIX),
pero sí uno de los estados más antiguos: desde el cardenal Cisneros.
España no peligra, por más ficciones del juez Llarena que tumben en
Alemania. Pero la vida colectiva española y catalana se irá haciendo
cada día más difícil. Todo es siempre susceptible de empeorar.
Puesto que no es posible extirpar la catalanidad, el
españolismo contemporáneo (después del PP vendrá Cs) ha intentado crear
las condiciones para hacer posible la implosión del cuerpo social
catalán. Con este objetivo, han dejado pudrir el problema sin ofrecer
ninguna alternativa. Convertir el laberinto catalán en un infierno. No
es paradoja, sino consecuencia lógica de este objetivo, que el más
decidido peón ejecutivo de esta barbaridad sea el independentismo del
todo o nada: están contribuyendo a propagar el veneno de la división,
que convertirá al país en un lugar inhabitable, antesala de una España,
que construida en negativo, acabará siendo también un lugar inhabitable.
He aquí la guerra civil, revisitada en forma de caricatura.
La Vanguardia, 30IV2018
DdA, XIV/3836
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