Porque encubrir, como dice el diccionario de la RAE, consiste en “ocultar a un delincuente o un delito para que no sea descubierto”.
Lidia Falcón
La sentencia dictada por la Audiencia
 Provincial de Navarra sobre la violación cometida por los cinco 
integrantes de la banda ‘La Manada’, a una muchacha de 18 años en las 
fiestas de San Fermín en Pamplona, hace dos años, ha conmocionado a 
nuestra sociedad, y también a algunas otras. No solamente al Movimiento 
Feminista ni a las mujeres, sino a todas las personas, hombres y mujeres
 de bien, que han visto como se conculcan todos los parámetros del 
sentido común y de los valores de la democracia y de la igualdad, en 
este ya entrado siglo XXI. 
Muchos comentaristas han desmenuzado,
 con gran conocimiento jurídico, tanto la declaración de hechos 
probados, que los propios magistrados aceptan en su sentencia, como los 
considerandos que establecen que esos mismos hechos no constituyen 
agresión sexual sino únicamente abusos, lo que les permite rebajar la 
pena de los 18 años que pide el fiscal a los 9 que establecen en la 
condena. 
La incongruencia que supone la admisión de la cadena de 
humillaciones, mal trato e imposición de actos sexuales a que sometieron
 los culpables a la víctima y la negativa a calificar de agresión esas 
conductas, es evidente y así lo remarcan todos: juristas, periodistas de tribunales, comentaristas, feministas, políticos y gente común. 
Pero yo quiero analizar con una 
mirada más amplia lo que está sucediendo en nuestro ordenamiento 
jurídico y en nuestro sistema judicial respecto a la conducta de los 
hombres en su relación con las mujeres. 
El Código Penal de 1995, tildado pomposamente por el entonces 
ministro de Justicia e Interior, Juan Antonio Belloch, de Código Penal 
de la Democracia, modificó el ordenamiento legal en cuanto a las conductas sexuales en el sentido de:
Eliminar el delito de estupro, que 
consistía, desde el Derecho Romano, en penalizar las relaciones sexuales
 de un mayor de edad con un menor, aún con el consentimiento de este 
último, entendiendo que éste no tiene madurez emocional ni mental 
suficiente para otorgarlo, y que permitirlo únicamente sirve para dejar 
impunes a los pederastas. 
Estableció la edad mínima para prestar consentimiento sexual en 12 años.
Eliminó el delito de perversión de menores.
Eliminó la prohibición de la prostitución y del proxenetismo. 
Ni menciona la pornografía.
No existe el incesto.
Y elimina la calificación de violación considerándola agresión 
sexual, eludiendo incluso utilizar la palabra violación, y estableciendo
 unos parámetros confusos para entender la violencia. 
De todo ello, y mucho más, salieron beneficiados los 
violadores, los proxenetas, los consumidores de prostitución, los 
creadores y difusores de pornografía, los pederastas y autores de abusos
 sexuales a menores, los padres violadores y abusadores de sus hijos.
 Las modificaciones que logramos con la lucha y las reclamaciones del 
Partido Feminista, han sido minúsculas. La más importante ha sido elevar
 la edad para prestar consentimiento sexual a los 16 años. Porque en 
España las conductas criminales sexuales están consentidas en una 
sociedad tan perversa que ni siquiera considera repudiable y punible el 
incesto. 
De esta legislación se sigue la 
jurisprudencia consecuente. Se habla mucho de lo repudiable de la 
sentencia de ‘La Manada’, y de otras resoluciones judiciales, como si 
únicamente los jueces fueran los responsables de las innumerables 
injusticias que padecen las mujeres en los tribunales. Pero ciertamente 
si los magistrados dictaran sentencias no ajustadas a la ley podrían ser
 perseguidos por prevaricación, sin que hasta la fecha hayamos podido 
actuar en tal sentido. Porque esos administradores de justicia operan 
con respeto a la legislación vigente. Y de tal modo  ha sido posible que
 se elaborara una larga jurisprudencia que dirige el criterio de las 
sentencias a la tolerancia de los crímenes sexuales cometidos por los 
hombres. 
Una legislación que tiene sus raíces en el Patriarcado más antiguo
 que exige que las mujeres sean carne de satisfacción para los varones. Y
 que si no quieren ser acosadas, maltratadas y violadas por estos no 
deben salir de casa, tienen que  cubrirse honestamente el cuerpo y no 
pueden hacerse notar públicamente. 
Una ley, tanto el Código Penal como 
la de Violencia de Género, que establece toda clase de subterfugios, 
atenuantes y garantías  para no castigar a los hombres que pegan, 
humillan, violan y asesinan mujeres. Al fin y al cabo, eso es lo que se 
merecen esas féminas respondonas, que pretenden decidir sobre su propia 
vida, que salen solas de noche a fiestas y jolgorios, como dice el voto 
reservado de uno de los magistrados que firman la sentencia, y hasta 
provocan a los varones dejándose besar en el portal. Lo que evidentemente supone permiso
 para que cinco jóvenes, dos veces más grandes que la víctima, le tapen 
la boca y la penetren 11 veces, anal, bucal y vaginalmente. Todo porque 
ella se atrevió a hablar con ellos en la calle. 
 Las leyes hay que interpretarlas en 
cada sentencia, para eso se redactan los artículos del Código Penal con 
tanta ambigüedad, por unos señores y señoras magistradas que tienen como
 única preparación técnica y humana lo que les obligaron a estudiar en 
unas dementes oposiciones. Solamente la China antigua establecía unas 
normas semejantes para ser funcionario del Imperio. Durante varios años,
 tres como mínimo y muchas veces se prolongan a diez, memorizan artículo
 por artículo de una elefantiásica legislación que únicamente la 
biblioteca Aranzadi puede recopilar. Y después de días de repetir como 
seres enfermizos sus conocimientos legislativos, en unos meses de 
interminables exámenes, se les puede dar por aprobados y entrar en la 
carrera judicial. 
De esa entrada en el sagrado ámbito de la justicia se pasa a la Escuela Judicial que es la escuela del machismo.
 Allí se les enseña a desconfiar de las declaraciones de las mujeres, 
advirtiéndoles que muchas presentan denuncias falsas de maltrato y de 
violaciones. A pesar de las infinitas reclamaciones que hemos realizado 
desde muchos ámbitos del feminismo para que se organizara una verdadera 
enseñanza de valores de igualdad y democracia, nunca hemos podido 
penetrar en el pétreo refugio de la Escuela Judicial. 
Y como una de las condiciones de una 
democracia es, sin duda, la independencia de los jueces, a los que se no
 se debe someter a presiones para que resuelvan en un sentido u otro 
cuando dirimen los conflictos de intereses de los ciudadanos, los magistrados se han creído portadores de la Verdad Revelada.
 Hoy, todas las asociaciones de jueces se han pronunciado contra las 
manifestaciones callejeras que ha provocado esa infame sentencia. Porque a ellos no se les puede criticar.
 Hallándose por encima del bien y del mal, sus resoluciones son 
intocables, únicamente modificables por otra de superior rango, dictada 
por otros componentes de ese clan, que siempre queda impune aunque 
cometa errores de graves consecuencias, y que se protegen unos a otros 
ante las reclamaciones de la ignorante plebe. 
Teniendo en cuenta el machismo 
imperante en la sociedad española, que se transmite a todas las 
generaciones siguientes a través de la familia, la escuela, los 
institutos, las Universidades, los medios de comunicación, la 
legislación, la propaganda política,  la Iglesia, la cultura dominante, 
la corporación judicial no es una excepción, pero el grave peligro es 
que tiene más poder que otras instituciones y de ella depende la 
hacienda, la libertad, el honor y hasta la vida de todas las personas 
sujetas a su poder. 
En esta sentencia, como en tantas otras, los jueces se han convertido en encubridores de los criminales. Porque encubrir, como dice el diccionario de la RAE, consiste en “ocultar a un delincuente o un delito para que no sea descubierto”.
 Con esa perversa disquisición que han protagonizado los ilustres 
magistrados, en la que se entretienen disertando sobre si hubo o no 
violencia en las múltiples violaciones de los miembros de la Manada en 
los actos de aquella noche en el portal de Pamplona –no olvidemos que la
 víctima fue penetrada 11 veces bucal, anal y vaginalmente- han ocultado la responsabilidad criminal de los violadores e impedido que los verdaderos delitos sean descubiertos.
Con esa sentencia le han negado a la 
víctima su legítimo derecho a que se le haga justicia en cumplimiento 
del mandato constitucional de la tutela judicial efectiva, se la ha 
denigrado como mujer y se la ha hundido más en la humillación y la 
depresión. 
Y sobre todo, lo más grave, han 
pervertido la noble acción de la justicia y hundido el ya tocado 
prestigio de la acción judicial, desanimando a las mujeres a presentar 
denuncias y pedir amparo a los tribunales para protegerse de las 
numerosas tropelías que padecen a manos de hombres maltratadores, 
abusadores, violadores y asesinos. Con lo que se afirma más la convicción de las ciudadanas de que en España no hay justicia.  
Madrid, 27 abril 2018. 
Goti del Sol
Parece que existe un consenso sobre que el Código Civil necesita una 
profunda remodelación y adaptación a la realidad social del tiempo en el
 que vivimos. Se atribuye a su desfase la publicación de sentencias que,
 en cualquier cosa, atentan contra  el sentido común, concepto que 
debería impregnar cualquier texto legal. Pero en la aplicación de la 
Justicia también interviene la parte interpretativa; al emitir sus 
fallos, en los Jueces influyen sus creencias, fobias y filias. Y
 me parece lógico que así sea, son seres humanos y por mucha formación 
técnica que reciban, ese componente me parece imposible de erradicar. 
Los hay que niegan esa posibilidad, que atribuyen sus decisiones a un 
automatísmo legal. Si así fuese, creo que resultaría muy beneficioso 
para la sociedad sustituir a las personas por equipos informáticos, en 
los que introduciendo todas las variables del caso, sin duda daría una 
respuesta absolutamente irreprochable técnicamente. Y la de dinero que 
nos íbamos a ahorrar. 
DdA, XIV/3833 
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