Luis Montes y Antonio Aramayona
Ana Cuevas
El viernes recibí la noticia de la repentino
fallecimiento del doctor Luis Montes. Al parecer su corazón se quebró
mientras se dirigía en automóvil a un encuentro sobre la muerte digna. A
mi entender, cayó en acto de servicio. Ejerciendo la coherencia
ideológica, humanitaria diría yo, que tantos problemas y sinsabores le
acarrearon durante un largo periodo de su vida.
Por si alguien
no recuerda los hechos, el doctor Montes fue acusado de realizar
sedaciones irregulares en el hospital Severo Ochoa y se convirtió en el
blanco de una campaña de desprestigio por parte del gobierno de
Esperanza Aguirre y de un amplio número de palmeros, oportunistas y
otros entes despreciables. Pese a que se desestimaron los delirantes
cargos penales, la carrera de Montes no se recuperó jamás de esta
conjura de necios que llegaron a compararle con Mengele o el líder de
sendero luminoso. Es verdad que ¿la justicia? acabó condenando
económicamente a ilustres bocachanclas, como Miguel Ángel Rodríguez, por
las barbaridades vomitadas en los medios. Pero el daño profesional y
moral era irreparable.
En aquellos años supe de la cacería que
habían emprendido contra el anestesista. Siendo muy joven, tuve
la fatalidad de perder a familiares muy cercanos de maneras horribles.
Padeciendo interminables agonías. Innecesarias y crueles. Un infierno
por el que no dejaríamos pasa ni a una mascota. Desde entonces tuve
claro que algo andaba mal en una sociedad que anteponía conceptos
religiosos o conflictos éticos a la mínima piedad que exige un
moribundo. Eso fue lo que me motivó a mandar una carta a El País y otros
medios mostrando mi incondicional apoyo al doctor Montes.
Pocos
días después, se puso en contacto conmigo para agradecerme el gesto. Yo
le agradecí su valentía. Y tuve la gran suerte de compartir varios
momentos con él y otro gran luchador por la libertad y el derecho a la
muerte digna, mi amigo el profesor Antonio Aramayona. Por eso puedo dar
fe de la profunda tristeza que emanaba, pese a sus firmes convicciones,
por el linchamiento al que había sido sometido.
Sus carniceros
fueron los mismos que saquearon la sanidad pública madrileña. El
consejero Lamela, autor intelectual de la campaña contra Montes, se
forró privatizando a tontas y a locas. Se desmantelaron hospitales, se
transfirió dinero opaco de la pública a la privada, se externalizaron
servicios esenciales...
Los pacientes que fueron sedados por
Montes (con consentimiento previo) evitaron tener que pasar por una
larga e inútil agonía. ¿Se puede decir lo mismo de todos los que
murieron en las infinitas listas de espera?, ¿o de los que, debido al
impacto del caso Montes, fallecieron rabiando porque ningún sanitario
se atrevía a sedarlos por miedo a las consecuencias?
Si algo
está claro como la luz del día es que todos llegaremos a ese trance
llamado muerte. Y cada uno, conforme a sus creencias, debería poder
optar por hacerlo a su manera. A los que rompieron la carrera y el
corazón de mi amigo les deseo un final coherente con su prédica: Una
larga, lenta y dolorosa agonía que les haga entrar en éxtasis. Sin
ningún Montes a mano que aminore la catártica experiencia. ¿No es lo que
dicta su podrida conciencia? Pues que así sea.
¡Gracias por
haber luchado tanto y tan bien Luis! Espero que todo fuera tan dulce
como tú te merecías. Antonio y tú os habéis largado físicamente pero
vuestro legado de compromiso por la libertad nos ha impregnado hasta los
huesos. Recogemos el testigo.
¡Que la tierra te sea leve compañero!
DdA, XIV/3825
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