Jaime Richart
Sabemos de manera natural que nuestra
personalidad está determinada
por la cuna. Y también,
que nuestros pensamientos, sentimientos e ideas en adelante, están condicionados por las vivencias de la
infancia y de la adolescencia. Y más tarde y siempre, por cada experiencia
vivida. De ahí la
dificultad en términos
generales que ha habido siempre en el entendimiento entre una generación y la siguiente. Pero ambas, como todo ser viviente y la colectividad a que pertenece, han de seguir coexistiendo...
Pues bien, cuando, sabido todo esto, tratamos
de superar esos condicionantes para centrar en lo posible nuestras ideas y
disposiciones, y llegar a conclusiones que de algún modo puedan ser intemporales, aunque pese a
todo merece la pena, el esfuerzo sólo es compensado con una pequeña porción de la objetividad y de la neutralidad
buscadas. De ahí,
sobre todo en lo social y en lo político, la dificultad de llegar a un acuerdo dos
personas o dos colectivos, incluso de similar sensibilidad y cultura, de
generaciones diferentes. Generalmente unos apegados a su exclusivo interés y al de su círculo, y otros, sin dejar de
pensar en el interés de sí mismo, resueltos a rebajar el suyo para
atender a la vida precaria y dignidad de los eternos perdedores. Y de ahí, de
esas ideas condicionantes del pasado, del egoísmo superlativo, personal y de clase, ése que data desde la noche
de los tiempos,
que siga rigiendo el pensamiento de los convencionalmente llamados
conservadores españoles.
Y de ahí
también, que la parte
más civilizada de las nuevas generaciones intente superar el egoísmo primitivo: ése del que se redimieron los multimillonarios
franceses cuando hace unos pocos años pidieron al Estado que les subiera los
impuestos...
Sin embargo y no obstante la enorme dificultad
de entendimiento, no quiere decir que no sea preciso siempre dialogar. Estas
dos actitudes, estas dos ideologías, estos dos pensamientos absolutamente
contrapuestos, tarde o temprano han de llegar al compromiso si no desean volver
a hacer la guerra. Porque
el avance de una sociedad, el que se
supone dirigido a mejorar
la convivencia y no a empeorarla, sólo tiene lugar por dos caminos. En la de
configuración burguesa, un camino es el que pasa por el resultado de las
justas o disputa entre partidos políticos de las que sale uno airoso, el cual, con
la eventual e interesada complicidad de otros, se impone al resto (en España,
está claro
que el pensamiento sin pensamiento propiamente dicho, ése que parte del ya dado, es el que desde el
mismo tránsito
de la dictadura al nuevo Estado se viene imponiendo; unas veces por el derecho
de las urnas, y en todo caso de hecho siempre). El otro camino está en la espera del paso inexorable del tiempo
histórico
para que ese diálogo,
hasta ahora imposible, se establezca desde una aproximación de la mentalidad de las generaciones
subsiguientes.
En los países europeos de la Europa Vieja, aparte de
tener sus nacionales una idiosincrasia diferente, la transición, las transiciones, de una época a otra están atravesadas por guerras entre naciones que
aquellos y todos se han propuesto positivamente olvidar y superar, por
considerar la guerra la consecuencia de una fase escasamente evolutiva del humano, y por tanto superable y evitable. Mientras que en
España sigue siendo la guerra civil el hacha del verdugo que la partió en dos.
Porque de una España dictatorial a duras penas repuesta de la pérdida de su poder colonial, procede el espítu dividido de la España del presente. Todo lo
que a su vez determina unas consecuencias diferenciales reseñables entre el espíritu que alienta a esa Europa Vieja y el clima
psicológico
asfixiante que esclerotiza a este país. Pues en España, entre la generación
más vieja de los que han cumplido
de los setenta a los ochenta y la generación siguiente que está entre los cuarenta y los cincuenta no se ha
encontrado las claves del lenguaje necesario para el necesario entendimiento,
que habrá de ser, más que un acuerdo entre partidos un verdadero pacto social. Porque aquellos, los que desde el poder, político, económico y religioso se siguen imponiendo, son el
pasado que se resisten a serlo. Pero el mundo entero sabe que se imponen, no
por su pericia o competencia sino por su habilidad para la trampa y la rapacidad. Los segundos, por su parte, son el presente que mira al futuro.
Pero a estos sólo
les queda el segundo camino, el paso del tiempo: el único remedio posible para que España se remonte por encima de sí misma y pueda efectivamente
progresar. Pues si no media la revolución, del otro camino ya se pueden despedir...
DdA, XIV/3793
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