Elvira Sastre
El Cultural
Abro la nueva antología poética de Ángel González, Donde la vida se doblega, nunca, publicada recientemente por Valparaíso Ediciones, por una página al azar y leo:
No creo en la Eternidad.
Mas si algo ha de quedar de lo que fuimos
es el amor que pasa.
Suspiro. Cierro el libro. Lo abro de nuevo:
Se diría que aquí no pasa nada,
pero un silencio súbito ilumina el prodigio:
ha pasado
un ángel
que se llamaba luz, o fuego, o vida.
Y lo perdimos para siempre.
Repito de nuevo el mismo proceso, ávida por descubrir otro verso que me golpee, que me deje clavada contra el libro. El lector de poesía ha de ser un poco así, pienso, un sufridor consciente.
Y mi voluntad sigue,
inútilmente,
empeñada en la lucha más terrible:
vivir lo mismo que si tú existieras.
Es enero en Madrid. El sol de invierno alivia el frío del pequeño
olivo que descansa en el patio de mi casa. Me quedo contemplando la
parte que no cubre la luz natural, la que sólo es sombra y frío, y pienso en la importancia de colocarse siempre en el sitio justo, cosa que a veces es sólo pura casualidad.
La vida es injusta, y eso es algo que he dejado de repetir para empezar
a aprenderlo en estos últimos meses. Pero la vida también sigue –quizá
eso sea lo más irrazonable de todo–, contra y pese a todo.
Vuelvo al libro de Ángel y pienso en el poeta, en lo que me habría
gustado conocerlo y en lo que me gusta no haberlo hecho para así poder
saber de él a través de las bocas de los que lo quisieron, que son
muchos. Sin embargo, el hecho de no haber coincidido en vida con él
consigue que mi relación con Ángel González sea puramente poética,
verso-ojo, y que no me preocupe nada más, ya que no hay otros elementos
que puedan distraerme de su poesía. Pero lo cierto es que su
obra consigue que lo sientas cerca, como un compañero, casi como un
amigo mayor que te enseña todo lo que ha aprendido de la vida.
Lo leo y siento que lo estoy escuchando, que estoy sentada a su lado en
un banco de algún parque y que lo dejo hablar durante horas y horas, sin
cansancio por ninguna de las dos partes.
Donde la vida se doblega es un libro completo y apetecible. Cuando un poeta muere, se suceden los libros sobre su obra, como un engaño de que el rapsoda sigue vivo.
Uno no tarda en hacerse con ellos en un ataque de nostalgia, aunque
sepa que los poemas que contiene ya los ha leído mil veces. Es una
especie de agradecimiento a la poesía que nos marca, que nos lleva al
dolor y nos rescata de él, que resuelve nuestras preguntas cuando no
queremos formularlas y nos empuja hacia las puertas cerradas.
Ángel no vive. No volverá a escribir un poema o a publicar un libro nuevo. La muerte, sin duda alguna, es injusta. Pero hay
algo que resiste y se repite cada día: la luz de la mañana. La misma
que hoy se refleja sobre mi olivo y sobre este libro que me salva de la
sinrazón.
(Escucho tu silencio.
Oigo
constelaciones: existes.
Creo en ti.
Eres.
Me basta).
DdA, XIV/3749
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