Ninguna de las ilustres defensoras
del género se ha molestado en preguntarle a la gente de la calle qué
entienden por tal término, porque se hubiesen enterado de que nadie lo
identifica a la categoría de mujer.
Lidia Falcón
A Diana Quer no la mató el género. Diana murió por ser mujer. Extraña
clasificación ésta que está marcando la tragedia de miles de mujeres en
este extraño siglo XXI. Como por ser mujeres son violadas, acosadas,
maltratadas, heridas, mutiladas, asesinadas millones en todo el planeta.
¿Cuál es pues el problema? Las categorías.
Como si nos encontráramos en el siglo XIII, discutiendo con Tomás de
Aquino el trascendente problema de los universales. El problema de los
universales desde los filósofos griegos se refiere al modo en que
pensamos y percibimos y cuáles son las realidades a ser conocidas.
Hablando en términos generales se puede decir que “universal” se opone a
“particular” como lo abstracto a lo concreto. Por eso los universales
se conciben como entidades abstractas, en oposición a los particulares,
entidades concretas y singulares. Universal es “aquello que se
predica como común a todos y de cada uno (de los individuos de una
totalidad, bien sea esta de ámbito absoluto, como por ejemplo el ser, o
de ámbito más reducido, como el hombre, el animal, etc.). A diferencia
de lo general, lo universal se refiere a una cosa muy definida y precisa
que no puede faltar de ninguna manera en todos y cada uno de los
individuos en la totalidad expresada por el concepto”.
Claramente en este caso la categoría mujer es común a todas y cada una
de las individuas de una totalidad, mientras que el género se refiere a
una porción, mucho más pequeña, de ese universo.
Pero, ¿ciertamente la mayoría de las feministas que defienden
arriscadamente la calificación discriminatoria del género para
diferenciar a las mujeres unas de otras, situando a unas en una posición
más protegida que a las otras, saben lo que son los universales? ¿Saben
lo que son las categorías? He aquí mi desconcierto: ¿Por qué entonces
este empeño en distinguirse en la teoría sin haber resuelto la práctica?
¿Se sienten más cultas, más estudiosas, más feministas si defienden el
término abstracto de género en vez del concreto de mujer?
Este crucigrama para aficionados a las palabras cruzadas, de
significado misterioso, se me presentó hace 30 años en EEUU. Allí, las
muy elitistas feministas de clase media burguesa blancas, profesoras de
Women’s Studies en muchas facultades inventaron el término “gender” para
referirse a la discriminación de la mujer. No valía ya la categoría
mujer, definida por si misma sin necesidad de más explicaciones. Pero
esta ocultación en realidad lo que se proponía era obviar el término
feminismo. Los sufijos ismo, dice el diccionario que es “Componente de palabra que, unido a sustantivos, indica doctrina, partido, sistema, dadaísmo; socialismo; anarquismo”.
¿De qué se trataba pues? De despolitizar el término. Feminismo tiene
siglos de utilización como teoría de lucha por los derechos de la mujer,
como movimiento reivindicativo contra las opresiones que sufre, como
proyecto político que oponer o complementar al socialismo, al
anarquismo, al comunismo. Se acabó de situar la lucha de la mujer en los
peligrosos ismos sociales y políticos. En las universidades
estadounidenses y pronto en las francesas, tan imitadoras, ya no se
enseñaba feminismo sino estudios de género. Y enseguida en Méjico y en
Perú. Allí fue donde planteé este peligroso enmascaramiento de los
términos, con lo que se desfiguran las categorías.
A pesar de que esta polémica tiene los tintes de la
enigmática discusión escolástica de cuántos ángeles caben en la punta de
un alfiler, las trabajadoras sociales de los pueblos de los
Andes, Ayacucho, Pïura, Lambayeque, Cajamarca, La Libertad, Ancash,
Huánuco, lo entendieron enseguida. Ellas, que se enfrentaban cada día a
un universo de maltrato continuado y de humillación permanente de las
mujeres campesinas me dieron la razón, mientras las señoritas profesoras
de Lima se mostraron muy hostiles a mi crítica.
Evidentemente ya no podía convencer a las rectoras del simposium
porque las directrices patriarcales de la Academia se habían consolidado
en todos los ambientes cultos americanos y europeos. Y las españolas no
iban a ser menos. En las Universidades donde apenas se forma a los
estudiantes en la historia y sociología del Movimiento feminista se
utiliza profusamente el término género, hasta convertirlo en una
muletilla.
Pero esta peculiaridad de los estudios universitarios no es una
disquisición baldía como tampoco lo fue el tema de los universales, que
conformó la filosofía occidental durante varios siglos.
Imponiendo esta abstracción del género la Academia ha llevado la
definición hasta la política, la legislación, la judicatura, los asuntos
sociales, los presupuestos económicos. Donde no ha penetrado, mal que
les pese, es en la sociedad. Ninguna de las ilustres defensoras
del género se ha molestado en preguntarle a la gente de la calle qué
entienden por tal término, porque se hubiesen enterado de que nadie lo
identifica a la categoría de mujer.
Lo peor es que tampoco lo hace la legislación. En un retruécano
impuesto por las orgullosas legisladoras de la Ley Orgánica de Medidas
Integrales contra la Violencia de género, de 28 de diciembre de 2004, se
establece una diferencia entre las víctimas de género y las mujeres.
Quienes no lo sepan se sorprenderán ante esta sibilina manera de
discriminar a las que merecen protección y las que no.
Las “genéricas” se la merecen porque están o han estado ligadas por vínculos afectivos estables con su verdugo. Las que no, no.
Por eso Diana Quer no era género sino mujer. Y
como mujer fue secuestrada, violada, asesinada y lanzada a un pozo de
agua de diez metros de profundidad. Y por tanto no merece más atención
que cualquier otra víctima contemplada en los delitos contra las
personas, que hace ya varios milenios califican los códigos penales del
mundo.
Y como Diana decenas, cientos, miles, de mujeres que sufren torturas semejantes o más leves en nuestro país, y que por no haberse enamorado de su maltratador no están clasificadas ni calificadas como género por nuestra ilustre y nunca suficientemente bien ponderada legislación.
Y como Diana decenas, cientos, miles, de mujeres que sufren torturas semejantes o más leves en nuestro país, y que por no haberse enamorado de su maltratador no están clasificadas ni calificadas como género por nuestra ilustre y nunca suficientemente bien ponderada legislación.
Ciertamente el haber sido calificada de género posiblemente no
hubiera salvado a Diana, pero si hubiese podido pedir ayuda porque su
pareja estaba agrediéndola la policía se la tenía que haber prestado con
más prontitud que de haber tenido que explicar que la estaba matando un
desconocido. Y como ella, la sobrina asesinada por el tío que la
requería sexualmente, la madre apaleada por el hijo, el novio de la
mujer que fue víctima también de los celos maritales, y la hermana, y la
cuñada y la vecina y la desconocida en la calle y la prostituta, que
por no ser género no merecieron protección.
¿Y por qué, nos preguntaremos, estas distinciones tan alejadas de una
realidad simple y palpable: el patriarcado mata mujeres, que está
consumiendo tanto tiempo en estériles polémicas? Porque
reduciendo la realidad del ser humano mujer a la abstracción del género
se invisibiliza, se minimiza, se oculta, se enmascara una realidad
terrible: la población femenina española que alcanza 25 millones está
discriminada, reprimida, perseguida y en peligro de ser apaleada,
violada o asesinada. Describir de tal forma realista este terrible
panorama sería escandaloso. Mejor para el mantenimiento del
sistema hablar de un pequeño sector de la población que vinculado
afectivamente con hombres muy brutos a veces sufren malos tratos en
función de su “género”, que no es el sexo ni la realidad corporal, sino
una extraña abstracción que sólo ellas entienden. Hace pocos días Jorge
M. Reverte se preguntaba por qué se llamaba género a lo que era mujer,
que es la que recibe la violencia, y el escritor no es una campesina de
los Andes peruanos.
Y en estas ridículas disquisiciones estamos mientras asesinan a una
mujer cada dos días y apalean a dos millones y medio cada año.
Quizá los no especialistas en este tema se preguntarán qué más me da
que se le llame género o mujer cuando se encuentra el cadáver, o incluso
antes, cuando se denuncia la paliza. Pero no es a mí a quien le
preocupa sino a todo el entramado judicial, fiscal, forense, de
asistencia social, que tiene que enfrentarse a perseguir a los culpables
y a proteger a las víctimas. Y que lo ejercerá de forma eficaz si estas
estaban enamoradas del maltratador, o que no le prestará la protección
previa –suponiendo que exista- ni la posterior, si no tenían ninguna
relación con el verdugo, según la legislación les impone.
Y aún más, esas víctimas no entrarán siquiera en las estadísticas,
cuestión ésta que parece bizantina pero que significa que a nuestro
Estado no se le pueden sacar las vergüenzas por no proteger a sus
ciudadanas cuando sólo se ha asesinado a 40 mujeres en 2017, en vez de las 85 que contamos las feministas.
Y que con tan pocas víctimas de violencia de género tampoco es
necesario mucho dinero para atender las necesidades de juzgados,
hospitales, centros de asistencia social, casas de acogida. Las otras,
las mujeres, ya se apañarán.
Y en eso estamos. Se habla de un Convenio firmado en Estambul el 11
de mayo de 2011, donde se exhorta a los Estados que lo han ratificado a
contar todas las víctimas de la violencia machista, pero de momento ni
el Convenio es imperativo, puesto que es internacional, ni se han
introducido las modificaciones pertinentes en nuestra legislación ni el
ya famoso Pacto de Estado, que lleva un año recorriendo las salas del
Parlamento, las páginas de los periódicos y las pantallas de televisión,
ha comenzado los laboriosos trabajos que llevarán a modificar este
apartado de la Ley de Violencia de Género.
Ah, y nuestras legisladoras siguen oponiendo una resistencia
numantina a modificar esa ley, que pasará a la historia por su
singularidad, no vaya a ser que la ciudadanía se de cuenta de
está mal pergeñada y de que no hay nada de qué enorgullecerse por
haberla aprobado.
DdA, XIV/3739
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