sábado, 18 de noviembre de 2017

TRES DÍAS DE NOVIEMBRE


Juan Ignacio González

Lo siento, no he podido resistirme, servidor suele escribir de jueves, y por lo tanto hoy estará jueves todo el día.
Servidor tiene, además, la inveterada costumbre de escribir muy temprano, a veces, indecentemente temprano, sin esperar a que el día vaya pausando o modificando el hecho del que escribe, lo vaya reposando o corrigiendo, por eso, a veces, hay algo de rabia incontenida en lo que escribe, y algo de inexactitud en lo que dice, para incomodidad de quien corrige y supervisa lo escrito, que bendita paciencia tiene el angelito, paciencia que le agradezco con la infinita gratitud de quien se pone en su lugar. Tengo de siempre una enorme capacidad para la empatía con los que trabajan a jornal.
Pero se acerca el 20-N, son las ocho y media de la mañana, y estoy en el despacho, en mi trabajo, a apenas 50 metros, de donde va a hacer 42 años, no más me encontraba, en el mismo edificio , y a la misma hora, en la que un cura jesuita, con gesto adusto y voz atiplada vino a comunicar a una banda de imberbes quinceañeros que este país ya tenía licencia para cambiar de color, de luz, de siglo, de ideas, y que con jesuítica intuición ante el jolgorio producido, incontenido, y derramado por 45 gargantas, hormonadas, hasta la exasperación de segregación de género y sed de siglos, pidió simplemente contención y se fue a anunciar la buena nueva a las otras once aulas de enjaulados adolescentes, cachorros de la clase obrera.
Y tres días de vacaciones hubo, sin tele, llena de tedeums, rosarios, y rogativas. Tres días de noviembre llenos de tiempo y de frío, de fútbol, de billares, sin deberes, por la premura de la noticia, y gracias a que el gabinete de El Pardo, no quiso anticipar la muerte del general. La muerte del dictador, es siempre, el mejor regalo de una dictadura.
A los quince años uno ya sabe e intuye muchas cosas, sobre todo si las ha mamado. Pero a los quince años la vida tiene horas y minutos, carece de semanas, y por supuesto, los años, son cifras relativas.
Así que desde aquí, invito a recordar a mis coetáneos, esos, que ahora caminan, como yo con rumbo a los sesenta, que habrán perdido pelo y pluma en las batallas, que tendrán hijos, al menos veinteañeros, hipotecas o ruinas, y estén mirando de reojo la historia laboral y las cotizaciones, si es que aún sobreviven a tanto cambio como dio su vida, si no les pilló tontos, como a tantos, la lluvia de heroínas que se extendió con furia en los ochenta, ¿qué hicieron con tres días de calle y por la cara?.
Porque yo si recuerdo, siempre tuve querencia a la calle y al frío, que me harté, aquellos días, de calle y primavera (aunque fuera noviembre), que sólo pisé casa a la hora de comer, que dormí poco, que pude comprobar, que por semana, en horas imposibles para los bachilleres, las niñas de coletas producían el mismo estrago que en la media tarde.
Que uno resiste diez horas de balón, tres paquetes de pipas churruca, y dos horas más de sesión bordillo o portal viendo pasar la vida, con tipos con complejos, como uno, y charla de sesudos quinceañeros, y que tres días así, por la cara, tienen el balsámico efecto de una sesión de spa sin tanto soplapollas manoseando el cuerpo.
La lectura política del cambio, la conocemos todos, la hemos hecho entre todos, la hemos hecho ¿tan bien? , que mis alumnos no saben ya quien era, aquel comandantín que se ganó galones en Marruecos, que casó en El Real de San Juan en Oviedo, y que sólo un misterio sabe como llegó a jodernos tanto y tanto tiempo, siendo tan poca cosa como era.
Hoy, me quedo con tres días de noviembre, que algo habrán tenido que ver con el carácter del tipo que escribe esta columna, con menos pelo y más preguntas, un punto más escéptico, pero más optimista que el presidente del gobierno, que ya es serlo.

DdA, XIV/3694

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