Jaime Richart
Quienes vivimos desde el
punto de vista económico confortablemente, jubilados o no, pensamos,
razonamos, luchamos y nos desesperamos para que todo el mundo viva por
lo menos lo mismo que nosotros, seríamos quizá los más legitimados para
formar un partido político dirigido a esa principal o única finalidad.
Los que carecen de todo o de casi todo, bastante tienen con salir
adelante y resolver su supervivencia; además, serían encima perseguidos
por promover la revolución.
Porque el drama en
España está no tanto en el hecho de que la eficacia de la política
teórica llevada a la práctica suele diluirse en la llamada realpolitik
(que no otra cosa son los actos y el poder de hecho inevitables), como
en el marco político de referencia que nos fue dado astuta, amañada y
maliciosamente en 1978. Pero sobre todo está en otro obstáculo todavía
más insuperable. Me refiero al hecho constatado de que en el espectro
sociopolítico, económico, religioso y mediático los que vienen dominando
la escena en la sociedad bien con absolutismos monárquicos, con dogmas
teológicos o con dictaduras, todo de los mismos mimbres, atenazan las
posibilidades de los cambios sustantivos en la sociedad española que la
razón, la ponderación y la justicia social están pidiendo a gritos desde
que la Transición cumplió su cometido y fue perdiendo rápidamente su
razón de ser.
En España la configuración de la
propiedad, el reparto de la tierra y el predominio de los apellidos que
vienen pasando por nobles pese a que detrás de la mayoría de ellos hay
cadáveres, hacen de la intentona de situar a este país a la altura de
los tiempos que vivimos una labor tan titánica como, por lo que se ve,
inútil, pues han pasado cuarenta años desde aquella fecha y los
problemas de fondo en materia ideológica, económica, territorial y
social no han variado significativamente o han ido de mal en peor.
Y
si a ello se añade la pusilanimidad, la debilidad mental y espiritual
de centenares o miles de políticos y de millones de necios votantes que
siguen viendo el panorama como algo no necesariamente cambiante porque a
ellos les va bien o no les va mal, nuestra desesperación se nos acentúa
todavía más. Sí, porque se está viendo y comprobando que sólo están
dispuestos a soportar cambios políticos, sociales, territoriales,
laborales, penales y civiles para que todo siga igual.
Pues
bien, en estas condiciones dramáticas quienes nos resentimos agudamente
de la injusticia estructural, ya no nos mitigan ni consuelan las
manifestaciones, ni las protestas en la calle, ni siquiera nuestras
quejas en las redes sociales. En estas condiciones sólo podemos aliviar
nuestro dolor recordando al Galileo del Eppur si muove condenado por el
Santo Oficio, y al Quevedo que decía que "en tiempos de injusticia es
grave tener razón"...
DdA, XIV/3693
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