
El intelectual francés Paul Ricoeur
(padre de la nueva hermenéutica) estudió con detenimiento la relación
entre el pasado y la memoria. Para él, como nos enseña el historiador
español José Antonio Vidal Castaño (quien por cierto
tiene dicho de la Historia que “representa en su más alto grado la
utilidad de lo inútil”), “la memoria no se reconstruye sólo a golpe de
conmemoraciones y monumentos; requiere de algo más que buenas voluntades
o visiones dogmáticas”.
Es necesario evitar los abusos de la memoria de los que nos previene el intelectual búlgaro nacionalizado francés Tzvetan Todorov. De hecho, estoy con la historiadora canadiense Margaret MacMillan
cuando afirma que “haber estado allí no permite necesariamente conocer
mejor los acontecimientos; en realidad, más bien, ocurre justo lo
contrario.”
Y el gran escritor argentino Jorge Luis Borges escribió un poema que finaliza así:
Somos nuestra memoria,
somos ese quimérico museo de formas inconstantes,
ese montón de espejos rotos
somos ese quimérico museo de formas inconstantes,
ese montón de espejos rotos
La memoria es sin duda un montón de espejos rotos. Como explican los psicólogos es algo engañoso; es, como apunta MacMillan, “selectiva y maleable”. El escritor británico Harold Pinter,
premio Nobel de Literatura en 2005, consideraba que “el pasado es lo
que recuerdas, lo que imaginas recordar, lo que te convences en
recordar, o lo que pretendes recordar”. Y uno de los más grandes
memorialistas del siglo XX, el italiano, judío, superviviente del
Holocausto Primo Levi tiene mucho que decir al respecto. Por ejemplo, esto:
“Un
recuerdo evocado demasiado a menudo y expresado en forma de Historia
tiende a convertirse en un estereotipo cristalizado, perfeccionado,
adornado, instalándose en sí mismo en el lugar de la memoria pura y
dura, y creciendo a sus expensas”.
Por eso hablaba más arriba de “evitar los abusos de la memoria”. El historiador español Joaquim Prats
se pregunta que si eso es la memoria individual, qué no será la memoria
colectiva, esa memoria que muchos llaman memoria histórica pero que en
realidad es una fase anterior de ésta: memoria colectiva es en realidad
un concepto creado por el intelectual francés Maurice Halbwachs,
muerto en el campo de concentración nazi de Buchenwald en 1945, que nos
habla de los recuerdos preservados por la sociedad civil para
destacarlos sobre otros; que, en definición de MacMillan, “nos habla de
las cosas que pensamos que sabemos con toda seguridad sobre el pasado de
nuestras sociedades”. La historiadora canadiense redondea el asunto
cuando escribe:
“La memoria colectiva,
en realidad, trata más del presente que del pasado, porque es esencial
para la imagen que un grupo tiene de sí mismo”.
El propio Halbwachs
sentencia que sirve para “redefinir el presente colectivo”
estableciendo la relación entre la colectividad con el pasado colectivo.
Dado que la memoria colectiva no siempre se basa en hechos, es por eso
que el hecho de enfrentarnos al pasado y decidir qué versión queremos o
qué es lo que queremos recordar y olvidar puede tener una carga política
tan significativa.
Para el historiador francés Jacques Le Goff
(fallecido en 2014), la memoria colectiva es “un recuerdo o conjunto de
recuerdos de una experiencia vivida y/o mitificada por una
colectividad, alimentada por una identidad de la que el sentimiento del
pasado es parte integrante”, es una construcción social que “construye
representaciones del pasado forjadas desde el presente” y “aporta
cohesión social, legitimidad, valores y hasta confianza a un grupo o
comunidad humana”. Como la individual, la memoria colectiva es “una
visión filtrada por el presente”.
Qué no será la memoria colectiva (de la que el ensayista estadounidense David Rieff
dice que su función esencial “es la legitimación de un criterio
particular y un programa político y social, y la deslegitimación de los
opositores ideológicos)… Qué no será asimismo la memoria histórica,
añado yo. Esa de la que el historiador español Francisco Martínez Hoyos dice que “no es sino una coartada para el maniqueísmo”.
Hay
ideología, como suele ser habitual en los campos de las ciencias
sociales (al que pertenece la Historia), en la expresión, y en su uso
aún más, memoria histórica, un marbete que parece que tiene en el
historiador francés nacido en 1931 Pierre Nora a su
padre y que se refiere al esfuerzo decidido de cada grupo social, o del
conjunto de varios grupos engarzados, o no, en una nación, para dar con el pasado necesario de una manera claramente reverencial. (La cursiva es para fijar tu atención en esto que considero un hallazgo de mi propia definición.)
Como afirma Prats:
“Todos
tenemos derecho a recuperar nuestro pasado, pero no hay razón para
erigir el culto a la memoria por la memoria; sacralizar la memoria es
otro modo de hacerla estéril. [Y, como ya sabemos:] La memoria histórica
es en realidad un combustible para la caldera de la Historia, ya que si
la Historia sólo fuese memoria, ya no sería Historia.”
El historiador italiano Francesco Benigno
confronta la Historia como disciplina con la memoria histórica, de
manera que si en la primera ve “Historia racional”, en la segunda ve
“Historia emotiva”; si la una es la Historia “filtrada por los
intérpretes profesionales”, la otra es la “Historia democratizada”; si a
aquella la considera la “Historia de los historiadores”, a esta última,
a la memora histórica, la tiene por la “Historia de los testigos
oculares”. Por su parte, el filósofo alemán Andreas Huyssen
habla de la “obsesión memorial”, y dice que “a un tiempo orientado al
progreso y al futuro, le ha sucedido un tiempo definitivamente vuelto al
pasado”.
Hoy no es extraño que al evento cardinal revolución,
propio de la Historia tradicional, se le contraponga el trauma, propio
de la memoria histórica, y así se acaba por enfrentar a la comprensión
que adorna a la disciplina de la Historia con la identificación que se
inscribe como un sello en la memoria histórica, la cual obedece, en
palabras de Benigno, a “un súbito proceso emotivo de reconocimiento”
(atención, proceso súbito, no el meditado y estructurado acto de
re-conocimiento que ya vimos cómo interpretaba el propio historiador
italiano). La memoria histórica sería, así, una “narración trágica,
centrada en el sufrimiento, de carácter sacro, litúrgico.” A la memoria
histórica ni siquiera la ve utilidad el historiador italiano (nosotros
sí, luego lo matizamos), pues la considera repetición, no catarsis, ya
que para él “desemboca en la redención de la tragedia reviviéndola pero
no por ello superándola.”
Existe una escuela historiográfica que
comete el error de querer sustituir la Historia de los vencedores con la
Historia de los vencidos. Pues algo así podríamos decir de la
prevalencia de las denominadas políticas de la memoria basadas en el uso
y abuso de la memoria histórica.
No obstante, dicho todo ello,
aunque, como dice Prats, “el conocimiento de la Historia es mucho más
transformador y revolucionario que recrearse en los recuerdos o las
memorias de unos contra los otros”, trabajar a favor de una memoria
histórica, en el sentido de memoria social, “puede tener claras
funciones de saneamiento de las sociedades que han sufrido traumas
históricos”, de manera que se enseñe a “renunciar al olvido interesado”.
Una
puntualización, es evidente que la memoria individual no es la
Historia, pero también es cierto que el historiador recurre a las
memorias individuales, a las que tiene por subjetivas pero no por falsas
en sí mismas a priori, y las confronta entre sí, y con otras fuentes,
para establecer los hechos históricos. Pero, eso sí, la Historia
contribuye a controlar la memoria histórica, pues, como dice el
historiador español Marc Baldó Lacomba, es una
“herramienta crítica contra el mitólogo, el distorsionador del pasado,
el que ‘no recuerda’ y el que ‘no quiere recordarlo’ (lo ‘echa al
olvido’)”. Y esa es una de las funciones cívicas de nuestra disciplina.
Sobre todo esto, sobre la memoria y la Historia, Ernst Nolte,
el polémico historiador y filósofo alemán fallecido en 2016, tiene algo
que decir cuando nos habla de los periodos históricos que “se niegan” a
transformarse en Historia “verdaderamente desinteresada” y se empeñan
en ser una Historia “anormal”. Es “el pasado que no quiere pasar”. Algo
que está relacionado con las experiencias traumáticas sufridas por las
sociedades civiles, por las naciones. La Guerra Civil del siglo XX que
sufrió mi país en la década de los años 30, sin ir más lejos.
Es
interesante, a todo esto, referir a continuación algo de la visión que
de este asunto tiene el filósofo de la Historia holandés Chris Lorenz,
para quien el boom de la memoria colectiva, de la memoria histórica,
que él data en la década de los 80 del siglo pasado y considera
impulsado por Pierre Nora, está relacionado con el hecho de que los
historiadores académicos estaban, y están aún, añado yo, perdiendo su
privilegiada posición de especialistas de la interpretación del pasado
en favor de otros, especialmente los medios de comunicación.
Lorenz aporta la explicación que de la Historia da el historiador francés François Hartog
(nacido en 1946) a la hora de afrontar el asunto de la memoria y
nuestro oficio. Para Hartog, desde la década de 1990 asistimos a un
nuevo régimen de historicidad, el régimen de la historicidad
presentista. Sí, el presentismo de que ya habláramos vuelve a hacer acto
de presencia: recuerda, la legitimación del presente a través del
acercamiento intencional del pasado. La Historia magistra entendía la
historia desde el punto de vista del pasado, pero si seguimos con Lorenz
a Hartog en “el régimen moderno la Historia era escrita desde el
futuro. El presentismo implica que el punto de vista es explícita y
únicamente el del presente”. El presentismo sería la consecuencia del
“colapso del futuro” y la concepción lineal del tiempo, progresiva,
sucesora de las historias iluministas como la cristiana”. Para Lorenz,
desde 1980, el presentismo “implica la presencia de un pasado
traumático, claustrofóbico y acechante” (sí, aquel pasado que no quiere
pasar, de Nolte). Esa “experiencia traumática se basa en una concepción
del tiempo diferente de la lineal e irreversible (que apuntaló la
Historia académica y la Historia iluminista antes que eso)”: si el
origen de la Historia académica se basaba en la experiencia de una
ruptura radical entre el presente y el pasado, el trauma no puede ser
explicado por la historia académica y su concepción lineal e
irreversible del tiempo, “porque el trauma del pasado permanece
presente”.
En este sentido de la memoria colectiva, histórica,
como archivo noqueado por el trauma, el historiador estadounidense
especialista en el Holocausto, nacido en 1929, Lawrence Langer
—nos sigue explicando Lorenz—, distingue entre tiempo cronológico, que
es el tiempo normal, fluido, el de la historia normal, y el tiempo
duracional, que se resiste al cierre, a la clausura, y “persiste como un
pasado que está siempre presente”.
Existiría, dentro de este
orden de cosas, una mezcla particular de Historia y memoria de la que
habla el historiador indio nacido en 1948 Dipesh Chakrabarty, quien dice
—nos sigue conduciendo Lorenz pero estas que vienen son palabras de
aquél—:
“Los hechos históricos no son
iguales a las verdades históricas, pero las segundas constituyen una
condición de posibilidad de los primeros. Las verdades históricas son
generalizaciones amplias y sintéticas, basadas en la investigación de
colecciones de hechos históricos individuales que pueden estar
equivocados, pero están siempre disponibles para la verificación
mediante los métodos de investigación histórica: los hechos históricos
son, por otro lado, una mezcla de Historia y memoria y por lo tanto su
verdad no es verificable por los historiadores. Los hechos históricos no
pueden crearse, sin embargo, sin la existencia previa de verdades
históricas”.
Nora define muy bien el presentismo con esta frase:
“Ya no buscamos la génesis, sino el desciframiento de lo que somos a la luz de lo que ya no somos”.
El
presentismo ha sustituido la resurrección del pasado por la
representación del pasado. Si para Nora, el presentismo “implica el
reconocimiento de que nuestra relación con el pasado es inevitablemente
moldeado por nuestros modos presentes de representación”, para Lorenz,
“ya es tiempo de transformar a la presencia (y la ausencia) del pasado
en un objeto renovado de reflexión histórica y teórica”.
Regreso
brevemente al asunto del olvido. Para Hartog, la “mirada museificada” es
aquella que nos hace estar “atrapados como estamos entre la amnesia y
el deseo de no olvidar nada”. Para él, “el pasado golpea a la puerta, el
futuro a la ventana y el presente descubre que no tiene un suelo sobre
el que mantenerse en pie”.
Sí, como afirmara el intelectual Christoph Ransmayr, nacido en 1954, “el tiempo es un estanque en el cual el pasado sube hacia arriba en burbujas.”
Tiene
mucho sentido el ingenioso razonamiento de Lorenz sobre el pasado, el
presente y el futuro de los humanos puesto en relación con la visión que
del pasado, el presente y el futuro ha tenido cada fase de las culturas
humanas. En general, se supone que las culturas tradicionales se
caracterizan por una orientación dominante hacia el pasado, las culturas
modernas tienen como característica una orientación avasalladora hacia
el futuro y las posmodernas se inclinan por una orientación hacia el
presente.
En eso, Lorenz reconoce que sigue a Hartog, el cual
consideraba que el pensamiento occidental sobre la Historia está
caracterizado por una sucesión de lo que él llamaba tres regímenes de
historicidad: uno de orientación al pasado, régimen de historicidad que
llega hasta la Revolución Francesa; otro de orientación al futuro, que
abarcaría hasta la década de los 80 del siglo pasado; y un tercero de
orientación al presente, que se viene dando desde aquellos años ochenta.
Y
es que, para Lorenz, “la preocupación del historiador profesional por
el pasado simultáneamente implica una preocupación por el futuro”.
Para
la mayoría de los historiadores, el tiempo es homogéneo (y está
dividido en minutos, horas o días cada uno de duraciones idénticas), se
compone de momentos que son puntos en una línea recta y, por ello, es
lineal, direccional (fluye desde el futuro a través del presente) y
absoluto (no es relativo ni al espacio ni a la persona que lo mide).
El pensador británico Preston King
—para quien, aunque la Historia no sea exclusivamente escritura sobre
el pasado, es falso que toda ella sea Historia contemporánea— distingue
cuatro nociones distintas de presente, correlativas con cuatro nociones
del pasado. Para él, según la experiencia temporal y dependiendo de su
duración hay dos sentidos de presente, que encajan ambos entre el pasado
y el futuro y tienen un carácter muy cronológico: existe un [uno]
“presente instantáneo”, que no es sino el instante más pequeño, y en
constante evaporación, que divide el pasado y el presente; y existe un
[dos] “presente extendido” (un día, un siglo) que tiene unos límites
arbitrariamente elegidos que le dan un cierto cuerpo de profundidad
temporal. Los historiadores usan marcos de referencia más sustantivos,
basados en criterios no temporales: una de esas nociones sustantivas es
la del [tres] “presente en despliegue”, que es un evento o un proceso
(una negociación, una guerra) que al desplegarse marca un presente, de
forma que, cuando se da por completado, al tiempo en el cual comenzó a
existir, a darse, se le llama pasado (si bien, siempre hay subprocesos
que no están completos y que dificultan hablar de un pasado real). Por
último, el otro presente, la otra noción de presente, es el [y cuatro]
“presente neotérico”, que es aquel que acontece cuando distinguimos lo
que sucede en el presente pero experimentamos como antiguo,
convencional, tradicional, de aquellos fenómenos que percibimos como
característicos del presente, esto es, los novedosos, los innovadores,
los modernos. Para King, cuya teoría sobre el pasado quedó plasmada en
el año 2000 en su obra Thinking Past a Problem: Essays on the History of Ideas,
pero que yo he conocido a través de Lorenz, la periodización histórica
se basa principalmente en la dialéctica de ese presente neotérico:
“El
pasado no está presente cronológicamente. Pero no se puede escapar del
hecho de que una buena parte de él está presente substantivamente”.
Palabra de King.

Y palabra de Antoine Prost,
que es parte esencial en mis reflexiones sobre mi oficio de
historiador, que son las de quienes mejor lo saben, sobre la memoria y
la Historia. Dice el historiador francés que la demanda actual que la
sociedad hace de la Historia hace de ésta “un lugar de memoria que es
fuga del presente y miedo al futuro”.
La sociedad le solicita al
historiador, sí, “una Historia vinculada a la memoria y a la identidad”,
una Historia “con la que pueda estremecerse o indignarse”. Lo que en la
actualidad debemos atender los historiadores es, para Prost, un desafío
de primera magnitud: hemos de “transformar en Historia la demanda de
memoria” de nuestros contemporáneos. Y es que “recordar un
acontecimiento no sirve para nada, ni siquiera para evitar que se
reproduzca, si uno no lo explica. es necesario hacer comprender cómo y
por qué ocurrieron las cosas. Es entonces cuando se descubren
complejidades incompatibles con el maniqueísmo purificador de la
conmemoración”.
Es difícil no estar con Prost cuando nos dice que
los historiadores hemos de “hacer prevalecer el razonamiento sobre los
sentimientos y más aún sobre los buenos sentimientos”. Cuando defiende
que nuestro oficio “exige razones y pruebas, frente a la memoria, que
extrae su fuerza de los sentimientos que moviliza”. Imposible no estar
con él cuando sentencia que “acceder a la Historia constituye un
progreso, ya que es mejor que la humanidad se conduzca siguiendo razones
que atendiendo sentimientos”. Sí, yo sigo a Prost a pies juntillas
cuando me dice que para “ser responsables de nuestro futuro tenemos que
cumplir ante todo con un deber de Historia”.
Como aprendimos del gran historiador español Juan José Carreras,
“la proliferación abusiva de la palabra memoria está siendo usada cada
vez más en perjuicio de la palabra Historia”. Vivimos en el mundo de las
batallas por la memoria.
Creo que es una auténtica perversión que
la palabra memoria posea “una dimensión ética, prácticamente mágica” —a
decir del historiador francés Henry Rousso, nacido en 1954—, que supere en eficiencia a la palabra Historia.
DdA, XIV/3663
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