Del interesante artículo firmado en la edición de hoy del diario El País por el escritor Antonio Muñoz Molina, bajo el significativo titular Defender la cordura, me quedo con estas frases con relación al conflicto de Cataluña: No soy
equidistante. No es equidistancia reclamar que las calles sean de todos.
No lo es advertir de que todos perdemos con este gran desgarro. Aquí solo ganan los pescadores en río revuelto, los corruptos que se mimetizan en el barullo de las banderas. Es urgente establecer un espacio de concordia, por precario que sea.
Estamos a merced de la estupidez, del fanatismo, de la ceguera, del
desbordamiento del odio, de las consecuencias imprevisibles y casi
siempre desastrosas de la frivolidad, la tontería, del fervor de las
ebriedades colectivas. Un puro golpe de azar, alguien que pierda el
control, un accidente, puede desatar el incendio en un ambiente que se
parece a lo que los químicos llaman, sin metáfora alguna, una atmósfera
explosiva. Lo más grave no son las palabras, ni las grandes visiones
panorámicas de multitudes con banderas, el espectáculo siempre alentador
y gratuito de los sueños, o los delirios. Lo grave es siempre el daño a
las personas concretas, a los más frágiles, a los que están solos o en
minoría, los que no tienen la culpa de nada. Lo más grave es cuando la
ideología se convierte en pretexto para la agresión contra el que no
puede defenderse. Lo concreto es lo único real. Las cosas no suceden: le
suceden a alguien. No es lícito apalear a una persona indefensa. Es una
crueldad inmunda señalar a un niño en una escuela enfrente de sus
compañeros porque su padre es guardia civil. No se puede acosar a un
futbolista y pedir su expulsión y llamarlo extranjero con una xenofobia
cobarde y simétrica a los que gritan insultos idénticos desde el otro
lado, esgrimiendo banderas en apariencia hostiles entre sí pero
idénticas en su utilidad como armas arrojadizas.
Aquí solo ganan los pescadores en río revuelto, los corruptos que se mimetizan en el barullo de las banderas,
Hay que parar. Es urgente una tregua. A cualquier precio hay que
recobrar la cordura, o al menos dejar en suspenso tanta vehemencia. No
conozco a nadie razonable que no tenga miedo estos días, que no sienta
vértigo, abatimiento, amargura. Solo a los exaltados les complace esta
escalada que no sabemos en qué concluirá si seguimos así, pero que ya
está dando sus resultados desastrosos. Las personas a las que conozco y
con las que hablo estos días tienen ideas y aspiraciones muy distintas, y
a veces en apariencia irreconciliables, pero están unidas, estamos, por
este común abatimiento que ya no es solo político, porque invade hasta
lo más recóndito de nuestras vidas privadas. Era desolador ver a la
gente que aclamaba a los policías y guardias civiles que iban a viajar a
Cataluña al grito bárbaro de “¡A por ellos!”. Da miedo esa consigna
gritada ahora en Cataluña, “Las calles siempre serán nuestras”. Provoca
el mismo escalofrío que aquel exabrupto de Manuel Fraga cuando era
ministro de Gobernación: “La calle es mía”.
No soy equidistante. No es equidistancia reclamar que las calles sean
de todos. No lo es darse cuenta y advertir de que todos vamos a salir
perdiendo con este gran desgarro. Ya estamos perdiendo. Ya está cayendo
el valor de los ahorros en los bancos más sometidos a la incertidumbre.
Ya se han abierto heridas y se han agrandado sin necesidad zonas de
fractura que ahora son abismos y que habrían podido aliviarse con un
poco de buen sentido y buena voluntad. Aquí solo ganan los pescadores en
río revuelto, los corruptos que se mimetizan en el barullo de las
banderas, los partidarios de sustituir el sistema democrático por
tiranías populistas, de ahogar las libertades personales en el pantano
de las unanimidades colectivas, los alentadores de una vana
intransigencia española que a estas alturas, aparte de dañina, es
ridícula, aunque acabe dando algunos votos.
Pero nada de esto es importante ahora mismo. Ahora lo urgente, lo
imprescindible, no es pertrecharse cada uno en sus convicciones, por muy
de sentido común que le parezcan, por muy cargado de razón que se crea.
A estas alturas lo más probable en esta confusión es que solo
escuchemos ecos de nuestras propias voces que nos confirmen inútilmente
lo que ya pensábamos. Lo urgente es establecer, improvisar, un espacio
de concordia, por precario que sea, empezando por el logro mínimo de
esforzarse uno mismo en no decir nada o hacer nada que pueda agravar el
encono. Si algo hay de sobra son incendiarios voluntariosos. Salvo los
más cerriles o los más iluminados, todos sabemos, cada uno en el grado
distinto y legítimo de sus diferencias, que aquí no va a haber una
victoria que no sea una derrota común. Pueden cambiarse las leyes
políticas, pero no la ley de la gravedad. Puede cambiar el trazado de
las fronteras, pero no la geografía. Estamos tan cerca y estamos tan
mezclados desde hace tanto tiempo que hasta con la separación más
belicosa no dejaremos de estar juntos, de hacer negocios, de comprar y
vender cosas, de tener amigos, socios, lazos familiares. De modo que en
algún momento, los que mandan, los que nos han arrastrado hasta aquí,
tendrán que sentarse y tendrán que alcanzar acuerdos. Los alemanes y los
franceses lo hicieron después de más de un siglo de guerras cada vez
más espantosas y así dieron origen a la Unión Europea que ahora nos
ampara a todos. Alfredo Pérez Rubalcaba publicó hace unos días en estas
páginas un artículo lleno de sensatez y claridad que es también una
propuesta práctica de concordia. Lo peor solo es inevitable cuando ya ha
sucedido. Y que nadie se engañe: lo peor para los unos no traerá lo
mejor para los otros. Hay veces que una calamidad común vuelve
irrisorias las diferencias al principio menores que la desataron.
Después de cada desastre y cada horror de la historia, las partes
implicadas no tienen más remedio que sentarse sombríamente a negociar.
No entiendo cómo puede no ser preferible hacerlo antes de que el
desastre suceda.
DdA, XIV/3657
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