Juramento de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno.
Luciano G. Egido
CTXT
Todavía estamos a tiempo para saberlo. Entre los tópicos
más malsanos de la reciente historia española, el de la transición
política del franquismo a la democracia, y su pretendido carácter de
ejemplar, es el peor, el más envenenadamente perverso. Sustentado y
difundido por una derecha ensoberbecida, que no tuvo que acudir a otra
guerra civil para seguir en el machito, aliviada, asegurada y
fortalecida, después de 40 años sosteniendo y gozando de un régimen
dictatorial, inclemente y feroz, con muertos, como fondo, incluso pocos
meses antes de la desaparición del dictador. La transición fue la gran
ocasión de los traidores, la sublimación de los desertores, el zénit de
los cínicos, el momento estelar de los caraduras, que se olvidaron de
sus fidelidades, de sus juramentos, de sus compromisos, de su pasado, al
servicio y a la sombra del dictador, para mirar a otro lado, inaugurar
otras traiciones y prolongar sus privilegios. Fue un espectáculo
bochornoso. Se dejaron en el armario la camisa azul, el yugo y las
flechas y todos los arreos del fascismo paramilitar, cambiaron de
discurso y de vocabulario, se pusieron, parodiando su himno, al sol que
más calienta. Salvaron su propia herencia, abrazaron a sus antiguos
enemigos y sonrieron, como si aquí no hubiera ocurrido nada, imitaron a
su jefe, que pasó de saludar a Hitler en Hendaya a abrazar a Eisenhower
en Barajas. Volvieron a ser los salvadores de la patria. Los Fraga, los
Martín Villa, los Adolfo Suárez, los Fernández Miranda, los Arias
Navarro, los Areilza y el propio rey Juan Carlos, nombrado por el
dictador, sin consultar con nadie, como hacía siempre, a la sombra de
los principios del Movimiento, y aplaudido por una derecha agradecida.
DdA, XIV/3611
No hay comentarios:
Publicar un comentario