Fachada principal del Colegio Jesuita de A Pasaxe en Camposancos
Queremos dejar constancia del artículo que hoy publica en La Marea el periodista Antonio Maestre, al tiempo que los titulares publicados días atrás sobre el Pazo de Meirás en los medios de información. El gobierno autonómico de Feijóo financió la apertura de Meirás a los Franco con 50.000 euros hasta 2013. La Fundación Franco, que gestiona desde hace dos meses las visitas a este edificio
declarado Bien de Interés Cultural, se jacta de
disponer de una "excelente oportunidad" para hacer apología del general y de la
dictadura que impuso desde 1939. Tal y como se supo la pasada semana y denunció la Comisión pola
Recuperación da Memoria Histórica (CRMH) de A Coruña, esta entidad
franquista se encarga de organizar la agenda de recorridos guiados que
la ley exige de este Bien de Interés Cultural (BIC) cuya propiedad
ostenta la familia del dictador. Mientras, en la parroquia pontevedresa de Camposancos, un viejo colegio abandonado de jesuitas que data del siglo XIX, guarda tras sus muros la memoria republicana de cuantos presos fueron internados en el que fuera campo de concentración franquista desde 1938. Esa memoria únicamente vive en la de los familiares de las víctimas que allí perdieron la vida. El testimonio oral
de lo que allí sucedió -escribe Maestre- desaparecerá con la muerte de los que sufrieron
la suerte de estar encerrados y el derrumbe de sus muros silenciará para
siempre los gritos de desesperación que los presos dejaron escritos en
forma de graffitis: “Aquí purgarás las penas que no tengas”, dice uno de
los grabados resistiendo lánguido el paso del tiempo y al azote
inexorable de la desmemoria. ¿Qué democracia es esta -se pregunta este Lazarillo- en la que se cultiva la memoria del dictador y se hace apología de su régimen (Meirás), mientras se condena al olvido la de sus víctimas en Camposancos?
Antonio Maestre
La Marea
Un colegio jesuita de finales del
siglo XIX muere herrumbroso y fruto del descuido en la
parroquia pontevedresa de Camposancos con el río Miño a su faldas y frente a la población portuguesa de Caminha.
No hay ninguna indicación desde la carretera que permita llegar hasta
lo que queda de sus muros para poder vislumbrar la enormidad de sus
dimensiones. A los pies de la fachada un hombre regenta un puesto de
helados que da servicio a los viajeros que cogen el transbordador para
cruzar el río a Portugal sin conocer la dramática y terrible historia
que hasta el año 1941 ocurrió en el imponente edificio que sirve de
escenario de su día a día.
La construcción, que llegó a ser origen de las universidades de Deusto y Comillas, fue uno de los mayores campos de concentración que
el franquismo usó para su represión, pero hoy solo vive presente en la
memoria de las familias de las víctimas de los que murieron allí
recluidos. El desinterés de las instituciones amenaza con hacer perder
para su tiempo el recuerdo de lo que sucedió entre sus paredes.
El edificio jesuita fue utilizado por los franquistas en un primer
momento para alojar a todos los presos que eran capturados en las luchas
navales en el frente norte de Asturias y en alta mar. Posteriormente,
para alojar a todos los presos políticos de la zona. Unas instalaciones
que, según el informe de Inspección de campos del régimen de Franco,
podían acoger a 868 hombres pero que hasta su cierre en 1941 llegó a
albergar hasta a 5.000 en unas condiciones infrahumanas de hacinamiento.
La importancia del campo de concentración en la represión franquista
estriba en el hecho de que a partir de junio de 1938 el Tribunal Militar
Número 1 de Asturias, que hasta entonces estaba en Gijón, pasó a
ejercer su negra labor dentro de sus muros. Allí tenían lugar hasta
cuatro consejos de guerra al día, y los fusilamientos derivados de sus
decisiones eran continuos. Quienes no morían ajusticiados por el mandato
del tribunal caían víctimas de la tuberculosis o de otras enfermedades
para las que los carceleros no procuraban cura.
Un lugar de memoria que corre el riesgo de perderse. La necesidad del gobierno de España
por borrar cualquier recuerdo de la represión de los que dieron origen a
su pensamiento avanza con paso firme con la inestimable colaboración de
los que creen que para mirar adelante hay que echar paladas de olvido
sobre nuestra historia. En 2007, el PP y El PSOE de A Guarda aprobaron
un cambio de uso del suelo para convertir el antiguo campo de
concentración en un hotel de lujo. La crisis y los problemas
burocráticos se llevaron por delante el intento de la empresa del
exjugador del Celta de Vigo, Valery Karpin, por darle un uso empresarial
al recinto. Diez años después sigue sin haber el más mínimo intento de
hacer saber a cualquier ciudadano o viajero la historia que guardan
aquellos muros.
La memoria de Camposancos se apaga frente al mar. El testimonio oral
de lo que allí sucedió desaparecerá con la muerte de los que sufrieron
la suerte de estar encerrados y el derrumbe de sus muros silenciará para
siempre los gritos de desesperación que los presos dejaron escritos en
forma de graffitis: “Aquí purgarás las penas que no tengas”, dice uno de
los grabados resistiendo lánguido el paso del tiempo y el azote
inexorable de la desmemoria.
DdA, XIV/3603
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