Hace un año, la editorial Libros del Asteroide publicó el libro firmado por el escritor aragonés Ramón J. Sender -a quien tuve la oportunidad de entrevistar en su primer viaje de regreso a España-, Viaje a la aldea del crímen. Sender contó los hechos que tuvieron lugar en la localidad de Casas Viejas durante el primer bienio republicano-socialista presidido por Manuel Azaña. Los sucesos de Casas Viejas, calificados asimismo como masacre de Casas Viejas, ocurrieron entre el 10 y el 11 de enero de 1933 en el citado pueblo gaditano y representa un episodio represivo de los que más trascendencia política tuvo en el devenir de la segunda República. Con el mismo se inició la crisis que afectaría a aquel gobierno, que a partir de esa fecha comenzó a perder apoyo hasta el punto de ser sustitudio por un ejecutivo de derechas en las elecciones que tuvieron lugar en noviembre de ese mismo año, con el ingreso a posteriori de la CEDA de Gil Robles, que a la larga treaería consigo la Revolución de Octubre en Asturias, saldada asimismo con una violenta represión. La muerte ayer en Montauban a los cien años de edad de Catalina Silva Cruz , conocida como La Libertaria, nos deja sin la última testiga de aquella masacre, por lo que no estaría de más releer el libro de Sender y el obituario y la documentación que aporta sobre la fallecida el historiador José Luis Gutíerrez Molina. Según García Maldonado, prologuista de la edición arriba reseñada, Viaje a la aldea del crimen es un reportaje primoroso que mantiene la tensión narrativa y
describe muy bien los ambientes, pero se equivocó al señalar a los
culpables, y contribuyó a la caída del Gobierno republicano-socialista. La crónica fue publicada primero en forma de serial de
veinte crónicas y reescrito en 1934 con estructura narrativa. García Maldonado considera que , si no a salvo de responsabilidad política por los hechos de Casas Viejas, Azaña quedó libre de responsabilidad penal,
como demuestran sus diarios de aquellos días -un texto no escrito para
ser publicado, ha advertido-, en los que el entonces presidente del
Gobierno muestra su desconcierto, su extrañeza ante los hechos de Casas
Viejas y su asombro por cómo se saltaron las órdenes de mando. Cuando los restos de Catalina sean depositados hoy en la
tumba familiar del cementerio de Montauban -escribe Gutiérrez Molina-, apenas unas decenas de
metros los separarán de los del responsable político último de los
asesinatos de Casas Viejas: el entonces presidente del gobierno de la
república española, Manuel Azaña. -Lazarillo
Azaña durante el juicio por los sucesos de Casas Viejas
Azaña durante el juicio por los sucesos de Casas Viejas
José Luis Gutiérrez Molina
Historiador, especializado en el movimiento libertario español
Ayer,
once de agosto, falleció en su casa de Montauban Catalina Silva Cruz.
Tenía 100 años y poco más de ocho meses. Con ella desaparece el último
testimonio vivo de la matanza de Casas Viejas. Afortunadamente nos ha
dejado su relato en una entrevista de varias horas cuyo “bruto” iba a
merecer incluso el tratamiento de Bien de Interés Cultural en aquella,
nunca nacida, a pesar de las reiteradas promesas, declaración del año
2009.
Catalina Silva ha sido una luchadora siempre. Antes de enero de 1933,
en el grupo anarquista femenino Amor y Armonía al que perteneció junto a
su hermana María y su amiga Manolita Lago. Durante los Sucesos, por
atreverse a llegar hasta la choza mientras estaba asediada. Después, en
1936, tras el golpe de Estado, ayudando a huir a vecinos de Paterna y
escapando ella misma tras el asesinato de su hermana. Valor y lucha que mantuvo en la huida continua hasta la frontera francesa
y aún en el país vecino acosada por la ocupación nazi y la desconfianza
de las autoridades galas en los millares de anarcosindicalistas
refugiados en el sur del país.
Incluso en los peores momentos, según decía, nunca olvidó
aquella noche invernal de enero de 1933 cuando, el sol de la esperanza
revolucionaria fue sustituido por las llamas de la represión más
despiadada. Noche tras noche recordaba lo vivido aunque no
fuera hasta entrado el presente siglo cuando salió del anonimato en el
que voluntariamente se había mantenido. Fue durante la preparación del
libro que escribí sobre Miguel Pérez Cordón, el compañero de María
Silva. Tuve la inmensa fortuna no sólo de conseguir su testimonio sino
de abrir un tiempo de amistad y cariño con ella, su hija Estrella y sus
hijos Augusto y Universo.
Catalina, como otros Silva, no ha tenido suerte con el país donde le
tocó nacer y a cuya nacionalidad nunca renunció a pesar de vivir en
Francia casi ochenta años. Toda una vida. No ha tenido suerte porque
siempre ha estado en el grupo de los perdedores, de los que perdieron en
1933, en 1936-1939, en el exilio y tras la muerte del dictador cuando
entró a formar parte de los olvidados y de los que no le gustó lo que
vio cuando regresó, en breves viajes, a su tierra y localidad natal.
Pero a ella, como a tantos otros, eso seguro que no le importaba. Sabía
que mientras que esta sociedad esté como está organizada, su lugar sería
ese. Nunca dejaría de ser un recordatorio para los poderosos,
sean quienes sean, de que lo peor que les puede pasar a ellos es que
existan personas conscientes y luchadoras, como ella, a las que cuanto
más lejos se les tenga mejor.
Hoy por la tarde, cuando los restos de Catalina sean depositados en la
tumba familiar del cementerio de Montauban, apenas unas decenas de
metros los separaran de los del responsable político último de los
asesinatos de Casas Viejas: el entonces presidente del gobierno de la
república española, Manuel Azaña. Aquel que sacrificó el interés
colectivo del país por el particular de quien ocupaba el poder.
Catalina, como otras decenas de miles de españoles, se va sin conocer
dónde están los restos de su hermana María que fue asesinada, dentro de
unos días hará 81 años. En silencio, sin hacer ruido como vivió. El
tiempo ha pasado por ella, a pesar de sus 100 años, demasiado rápido
para los ritmos de una sociedad y una administración, a todos sus
niveles, como los actuales del Reino de España.
Catalina que la tierra te sea leve. Siempre vivirás en nuestros corazones.
LA LIBERTARIA
Catalina
Silva Cruz nació el día de Reyes de 1917 en Casas Viejas, entonces
término municipal de Medina Sidonia. Hoy vive en la localidad de
Montauban, capital del departamento de Tarn et Garonne (Francia). Es la
segunda de los ocho hijos que tuvieron Juan Silva González y María Cruz
Jiménez, hija de Francisco Cruz Gutiérrez “Seisdedos”. De niña, como sus
hermanos, vivió en la zona de Algámitas, en la finca “Zapatero” hasta
el traslado de la familia a Casas Viejas. La mayor era María (1915) y a
Catalina le siguieron Carmen (1919), Francisco (1921), Juan (1923),
Manuel (1925), Antonia (1927) y José (1929).
Hermana de María Silva Cruz, “La Libertaria” compartió con ella vida y
vicisitudes hasta el verano de 1936. Acudió a mítines, frecuentó el
sindicato, perteneció al grupo anarquista femenino “Amor y Armonía”
creado en 1932 y estuvo presente en el incidente que enfrentó a su
hermana María con el guardia civil García.
El 11 de enero de 1933 se unió, con el mismo entusiasmo e ilusión que
otros muchos, a la proclamación del comunismo libertario. Todavía hoy
piensa que si los demás pueblos no se hubieran callado tobo hubiera sido
distinto. Participó en el aprovisionamiento de agua y comida a quienes
se instalaron en las trincheras a la entrada del pueblo. Después, cuando
la fuerza entró en el pueblo se fue a su casa con su madre y su padre.
Desde ella, muy cercana a la de “Seisdedos”, oyeron su asedio y cómo los
guardias gritaban a los encerrados: “¡Asesinos, asesinos!”, ¡os vamos a
matar a todos!, ¡salid, salid, cobardes, comunistas!”. Los encerrados
no contestaban, tenían la puerta abierta y la luz apagada.
Hacia la una de la madrugada, para tranquilizar a su madre, que no
hacía más que llorar, se dirigió a la choza y logró entrar. Entonces, le
dijeron que se fuera. Al salir la descubrieron los guardias que le
dispararon, sin alcanzarla. Después fue cuando la incendiaron. Su
hermana María llegó temblando, con el pelo quemado y una rozadura de
bala en una pierna. Se quedaron en la casa hasta que se derrumbó la
choza. Entonces salieron y se marcharon a la de su abuela paterna. Allí
estaban unos vecinos, su tía Sebastiana y sus hijos, los padres de
Manuela Lago y cinco o seis niños.
Fue al amanecer cuando llegaron los guardias buscando a los hombres. A
su padre se lo llevaron a pesar de que su madre insistió en que llevaba
varios días en la cama con un catarro pulmonar. Está segura de que no
es verdad lo que, a veces, se ha dicho que lo dejaron libre y, después,
lo volvieran a coger. No pasó mucho tiempo hasta que oyeron los
disparos. Entonces, Catalina y Mariana Lago se encaminaron hacia la
choza y vieron en el suelo a un montón de cuerpos. Algunos se movían y
quejaban. Regresaron a su casa y, pasado un tiempo, volvieron al corral
de la choza. Ya no estaban. Después todos se marcharon hacia la Torre de
Benalup en donde se escondieron. Hechos que desde entonces han vivido
siempre con ella y sobre los que no ha dejado de pensar ni una sola
noche.
El día 13 Catalina y Mariana, fueron a Casas Viejas en busca de
alimentos. Eran muchos los refugiados en la torre y tenían hambre.
Todavía hoy recuerda como la mujer de la tienda de comestibles les llenó
el cesto, sin cobrarles nada, y les dijo que se fueran rápido porque
había rumores de que iban a bombardear el pueblo. También en una
panadería les entregaron unas barras. Al día siguiente volvieron todos
y, al poco de llegar, la Guardia Civil detuvo a su hermana María. Junto
a su tía Sebastiana la acompañó hasta la administración de Correos en
donde esperaron al coche que iba a Medina. Ambas presenciaron como
empujaron a María bajo la lluvia mientras el guardia García le decía:
“¡Tú te vas para allá!, ¡no tienes derecho a estar aquí dentro!
¡Mójate!”.
Catalina, sus hermanos y su madre permanecieron en Casas Viejas hasta
que las autoridades le instaron a que los más pequeños fueran a una
colonia escolar en Cádiz. Como su situación era angustiosa los dejaron
ir. Sólo se quedaron con su madre ella y su hermana Carmen. Fue entonces
cuando una delegación de la CNT les dijo que era lamentable que fueran
los culpables de los asesinatos quienes se hicieran cargo de los
huérfanos. Les proporcionaron casa en Cádiz, unos maestros para los
niños y una pensión mensual. Una situación que poco a poco fue
empeorando. La ayuda económica se hizo más irregular y de menor cuantía
hasta el punto que la subsistencia no podía solucionarse ni con el
sueldo del trabajo que consiguió en una peluquería donde le pagaban poco
y comía de las sobras. Su tía enfermó y su madre, deshecha, tuvo un
aborto.
Fue Miguel Pérez Cordón, quien ya había comenzado la relación con su
hermana María, el que les recomendó que se marcharan a Paterna en donde
podría ayudarles mejor y los más pequeños comenzarían a aprender un
oficio. Así hicieron en 1934. Se instalaron primero en una habitación
grande, una especie de granero. Después encontraron una casa de la calle
Alcalá. Su situación mejoró cuando comenzaron a recibir la pensión de
250 pesetas acordada por el Congreso de los Diputados a las familias de
los asesinados en el corral. Los hermanos pequeños entraron en una
zapatería y el mayor comenzó a trabajar con un vecino que era albañil.
Ellas y su madre cosían y cortaban ropa de hombre.
Hasta el verano de 1936 Catalina vivió en Paterna en donde se “echó”
un novio: Diego Díaz Ríos, más conocido en el pueblo como “Diego Planes”
por su capacidad de pensar cosas. Lo conoció en la zapatería en la que
también trabajaron sus dos hermanos menores Juan y Manuel. Como otros
muchos vecinos, desde el 18 de julio, Catalina acudía a la calle Real a
escuchar las noticias que los aparatos de radio transmitían. La noche
del 23, cuando los golpistas ocuparon la población, se encerró en su
casa. Ante su puerta, eran vecinos, asesinaron a uno de los más
destacados cenetistas de Paterna, Miguel Barroso.
Hasta su marcha a zona gubernamental Catalina estuvo en Paterna y
realizó un corto viaje a “Zapatero”, la finca donde había vivido en los
años veinte. Allí habían buscado refugio sus hermanos Francisco, Juan y
Manuel y un primo suyo. Cuando regresaron al pueblo, de día permanecían
escondidos en el campo y de noche volvían a su casa. Además, procuró
ayudar a huir a quienes se habían escondido. Como a Diego, el hijo del
alcalde Ramón Dávila. Se había escondido en la fábrica de luz y allí,
Catalina, en un canasto, debajo de unas botellas, le llevó la pistola y
el dinero que la madre le entregó para su hijo.
Cuando secuestraron a su hermana María supo que la iban a matar. De
noche oía el ruido de los motores de los camiones al pasar y pensaba
que, en uno de ellos, iba su hermana. Estaba sentenciada desde la
matanza de 1933. Fue entonces cuando decidió irse de Paterna. Como
habían hecho ya, y estuvieron haciendo durante semanas, miles de vecinos
de las localidades que iban cayendo en poder de los sublevados. Marchó
sola, en el camino se unió a ella Isabel Gómez y otros tres vecinos del
pueblo, en una penosa marcha nocturna por campos y montes hasta alcanzar
La Sauceda de Cortes, donde se había establecido una débil línea de
frente.
Un día de agosto salió a escondidas del pueblo y se dirigió hacia la
sierra. En la marcha fue encontrado a otros vecinos y conocidos. Tres
días tardó en alcanzar La Sauceda. Se escondía de día y marchaba de
noche. Al llegar su grupo se encontraron a un hombre con un correaje que
les dijo que esperaran, que vendrían a recogerlos. Como no se fiaban
retrocedieron unos kilómetros hasta que, rehecho el camino otra vez,
cruzaron por fin las líneas. En La Sauceda permaneció unos días hasta
que, al saberlo, su cuñado, Pérez Cordón, fue a recogerla y se la llevó a
Ronda. Allí permaneció hasta poco antes de su ocupación. Salió junto a
miles de personas. Marchó andando a un pueblo en el que vivía un segador
que conocían de cuando iba a Paterna a trabajar en la cosecha. Después,
en un coche con un carabinero, llegó a Málaga.
En la capital malagueña se encontró con Ordoñez, un cenetista que
había trabajado con Cordón en el periódico de Ronda, que la buscaba y le
proporcionó alojamiento. A medida que pasaban los días y el cerco de
Málaga se cerraba aumentó la idea de que era mejor seguir poniendo
tierra de por medio. Un grupo de centistas gaditanos entre los que
estaban Manuel Delgado de Alcalá de los Gazules y María Luisa Cobos de
Jerez, la convencieron de que cogiera un barco hasta Cartagena. Durante
unos días estuvo viviendo en una pensión que frecuentaban gaditanos
refugiados o que trabajaban en el Arsenal. Después se fue al cercano
pueblo de Los Dolores en donde se instaló en una casa requisada junto a
Florentina Cabezas Malias, la esposa del comandante de Infantería de
Marina Andrés Pérez del Río, apresado tras la caída de Málaga en la
serranía granadina de Dílar, trasladado a Sevilla, juzgado en consejo de
guerra, condenado a muerte y asesinado en la plaza de Cortes de la
Frontera (Málaga) de donde había sido alcalde como militante de
Izquierda Republicana.
Durante unos meses trabajó en un molino en el que también lo hicieron
otros paterneros. Como Manuel Delgado, Francisca Ortega, José Vega,
Domingo Payés y Miguel Barroso. A veces iba a Cartagena y veía a su
cuñado Pérez Cordón que era redactor del diario local Cartagena Nueva.
En 1937, de nuevo, la presión de los bombardeos y de las derrotas
impulsó a un grupo, entre los que se encontraba Catalina, a marchar a
Barcelona.
En la ciudad condal se encontró a Agustín Buján Vilas, un
anarcosindicalista gallego, de Santa Eugenia de Ribeira (Lugo) que había
conocido en 1933 cuando fue a Cádiz a entregar una ayuda a los
huérfanos de Casas Viejas. Había logrado escapar al golpe y, tras pasar
por Madrid, se instaló en Barcelona. Comenzó a vivir con una familia de
Cádiz y a trabajar en una fábrica en San Andrés. Fue allí donde
conoció a Carmen Zaragoza, quien había sido compañera de Francisco
Ascaso. Ambas se acomodaron en un piso de la calle Diputación donde
Catalina vivió hasta que tuvo un accidente cuando se cayó de un tranvía.
Fue entonces cuando se unió a Buján con quien compartiría su vida hasta
la muerte de éste el 29 de junio de 1994.
Herida y bajo la presión cada vez mayor de los bombardeos sobre la
ciudad condal, terminó por marchar a Gerona. Consiguió trabajo en el
hospital militar de Figueras. Allí, tras la caída de Barcelona, llegó su
compañero para recogerla y marchar a la frontera con Francia. En el
camino, Buján cambió su nombre por el de “José Insúa” que fue con el que
entró en Francia y bajo el que sería conocido hasta su muerte. Al
llegar a territorio francés fueron separados y Catalina enviada de la
Junquera a Le Perthus. De allí, en tren a Montpellier y L’Ain para
terminar, junto a otras mujeres, en el castillo de Belley en el
departamento alpino de l’Ain.
Cuando la amenaza alemana se percibió cercana, fueron desalojadas del
castillo, que iba a convertirse en cuartel, y embarcadas en un tren que
se dirigió a la frontera española. Antes de llegar, y tras un motín,
las autoridades les dieron la posibilidad de regresar a España o entrar
en un campo de concentración. La gran mayoría optó por quedarse en el
campo. Así llegó Catalina al de Argeles Sur Mer. Mientras, su compañero
trabajaba en una mina por el norte de Francia. Logró escapar, fue a
Argeles ayudó a huir a Catalina y juntos marcharon primero a Persignan
y, después, a Montauban en donde Agustín tenía un amigo que podía
ayudarles. Era febrero de 1940 y llevaban consigo a José, el pequeño que
había nacido unos meses antes.
En un inmueble sin agua, ni luz, ni sanitarios, se instalaron hasta
que, con la ayuda de otros refugiados, Buján logró emplearse en una
fábrica de electricidad. Aunque las dificultades no desaparecieron.
Sufrieron la presión de las autoridades sobre los refugiados españoles,
las dificultades para obtener la documentación que legalizara su
situación y, tras la ocupación, el temor a ser deportados a España o a
Alemania. Gracias a la ayuda de Lucía Sánchez Saornil, la poeta
cenetista, que trabajaba en una oficina de ayuda a los exiliados
norteamericana, pudo conseguir finalmente los permisos aunque su casa
fue registrada por soldados alemanes que buscaban a judíos y procuraban
salir a la calle lo menos posible. Aún así Agustín Buján fue enviado a
una Compañía de Trabajo en Burdeos.
Catalina se permaneció en Montauban con José y Agustín, su segundo
hijo. El primero murió de meningitis en julio de 1943. Nuevamente sufrió
los rigores de la guerra. Como otros muchos vecinos, cuando los aliados
comenzaron a bombardear Toulouse, se marchó al campo. Allí estuvo hasta
la retirada alemana. Después se reencontraron, nacieron Estrella, en
1949, y Universo en 1953. Se convirtieron en una de las miles de
familias de exiliados que nunca regresarían a España hasta después de la
muerte del Dictador. Cuando lo hizo tenía ganas y miedo. En la mente,
siempre, la madrugada del 12 de enero de 1933.
DdA, XIV3608
No hay comentarios:
Publicar un comentario