Lidia Falcón
En los últimos Sanfermines varias mujeres han sido violadas
y otras más –nunca sabremos su número- manoseadas, acosadas y
humilladas por los mozos que participan en la sacrosanta fiesta. Pero en
realidad estos hechos salen a luz pública solo desde hace un par de
años, porque habían sucedido siempre. Únicamente en menos número, porque
las mujeres no estaban en la calle noche y día, compartiendo asfalto
con los mozos. Precisamente porque esa es fiesta de machos, y de los
machos en la calle y en la plaza, enardecidos y borrachos, persiguiendo,
golpeando y matando toros, las mujeres sólo pueden esperar conductas
machistas.
Viendo los rostros de los
participantes en los Sanfermines, sus risas compulsivas, sus miradas
alucinadas, en ese delirio de gritos, cantos, alcohol y crueldad, que
dura toda una semana en Pamplona, me pregunto si hemos
avanzado algo en civilización y protección de los derechos humanos desde
1928, cuando la Liga Protectora de Animales y Plantas logró su primera
victoria consiguiendo que se pusieran petos a los caballos en las
corridas.
Explica Wikipedia que “durante
todo el siglo XIX las corridas de toros fueron un espectáculo
sangriento similar al de un circo romano, pues los ruedos se cubrían de
caballos muertos o agonizantes despanzurrados en la arena. La proporción
de caballos muertos en las plazas cada temporada era tres veces
superior a la de los toros. El periódico taurino madrileño “El Enano”,
sin ir más lejos, daba en 1855 la noticia de que en esa temporada se
habían matado en Madrid 191 toros mientras en ese ruedo habían muerto
por asta de toro 412 caballos, 14 de ellos en las cuadras a consecuencia
de las heridas producidas por los toros. Es más, la bravura de los
toros se medía entonces por el número de caballos muertos en la suerte
de varas”.
El primer avance en la larga batalla
por acabar con la fiesta “nacional” comenzó protegiendo a los caballos.
Todavía no hemos logrado que se proteja a los toros.
El espectáculo del maltrato, la
tortura y el sacrificio de los toros y los caballos en las corridas,
arraigado en nuestro país durante siglos, es otra de las penosas
manifestaciones del machismo. No es posible pedirles sensibilidad y
respeto por las mujeres, por los niños, por los animales, por la madre
tierra, a quienes consideran una diversión –y aún peor, un derecho-
disponer de varios animales para torturarles hasta una infame muerte.
Hace muy pocos días todavía tuve que
soportar que un militante de la izquierda -creerá que es sensible e
imaginativo- defendiera la fiesta de los toros alegando la tradición y
la defensa que de ella habían hecho grandes hombres de la cultura. Para
demostrarlo me citó a Picasso y a Hemingway, como si ser buen escritor o
pintor redimiera automáticamente del machismo.
Un antiguo axioma decía que el nivel
de civilización de un pueblo se medía en como trataba a las mujeres. Yo
añado y a los niños y niñas y a los animales. Ciertamente aplicando ese
baremo, España está lejos de situarse en el podium.
Mi abuela Regina de Lamo y otras compañeras que crearon la Liga
Protectora de Animales y Plantas, en 1910, tuvieron que desafiar
bravamente las críticas que les llegaban trufadas de insultos,
improperios y hasta amenazas, de los aficionados, que en aquellos años
eran todos. En ese todos entraban
los políticos y los intelectuales, los científicos y los escritores, los
artistas y los músicos, los albañiles y los aristócratas, los toreros y
sus apoderados, los empresarios de las plazas y los grandes de España
que dedicaban en Andalucía y en Extremadura cientos de hectáreas de
terreno, que quedaban en barbecho, a criar toros de lidia. Y los miles
de banderilleros que vagaban por los campos de Andalucía a la busca de
una capea que los hiciera famosos y pudieran con ello aplacar el hambre
de siglos que arrastraban campesinos y jornaleros.
Y por supuesto todos los miembros de
la familia real-exceptuando a la reina Victoria de Batemberg, la
inglesa, esposa de Alfonso XIII, que se estremecía ante la barbarie de
la fiesta y cuidaba a sus caballos mejor que a sus hijos- durante
generaciones fueron muy castizos y aficionados a la “fiesta nacional”,
con aquella princesa Isabel de Borbón, la “Chata”, hermana de Alfonso
XII, tan campechana y castiza, que se hizo famosa porque iba en calesa
descubierta a la plaza para que el pueblo le dedicara sus vivas y
piropos. La afición torera la continuaron Juan de Borbón y Juan Carlos I, para que no se perdiera.
Bajo la dictadura franquista el
NO-DO nos ofreció semanalmente el éxtasis con que el Caudillo y su
esposa Carmen asistían a las corridas, cuando los toreros les ofrecían
el rabo y las orejas de los astados. La trilogía de curas, toreros y militares era el logo del régimen.
Mis primeros cuentos publicados en El
Noticiero Universal contra las corridas me convirtieron en una persona
más singular que mi defensa de las mujeres. Aunque ciertamente en
Barcelona el entusiasmo por la “fiesta” era inferior que en Madrid o en
Sevilla. Pero aún así las dos plazas, la Monumental y Las Arenas se
llenaban cada domingo.
Ha sido preciso que recorriéramos penosamente medio siglo,
agarradas a una pancarta en la entrada de las plazas de toros,
soportando insultos y silbidos, y hasta empujones, de los aficionados, cuyas expresiones de odio definían mejor que cualquiera otra imagen el primitivismo y la ultra reacción,
y que educáramos a nuestros hijos y a nuestros nietos en una cultura de
la paz y el respeto por todo ser vivo, para que viéramos cerrar las
plazas en Cataluña –aunque el toro embolado se resiste a desaparecer- y
bajar ostensiblemente la asistencia a las corridas en el resto de
España.
Nuestros descendientes, que han
continuado la lucha con valor lograron hace poco que se contuviese algo
el salvajismo de la fiesta del Toro de la Vega. Se han prohibido al fin
el lanzamiento de burros y de cabras desde los campanarios de las
iglesias, aunque me han chivado que todavía en algunos pueblos presumen
de burlar la prohibición. Y no sé si se sigue arrancando la cabeza a los
pobres gansos en Euskadi, al no recibir noticias pienso que la
diversión estará muy degradada.
Pero seguimos teniendo la máxima expresión del salvajismo: los Sanfermines de Pamplona
–una versión igualmente deplorable pero más pequeñita se da en San
Sebastián de los Reyes, al lado de Madrid, que presume de ser la pequeña
Pamplona- que siguen gozando de muy buena salud.
Y difícil será erradicarlos porque
proporcionan muy buenos ingresos a la ciudad que acoge encantada a todos
los nacionales y extranjeros que encuentran en nuestro país el lugar
ideal para desahogar su machismo.
Unas heroicas activistas contra los encierros y las corridas
explican que es muy difícil ser antitaurino en Pamplona, y lo comprendo,
las compadezco y las admiro. Porque continúan la defensa del progreso y de la civilización que vienen de la mano del respeto y el cariño a los animales.
Y las aficionadas a disfrazarse de
sanferminas y salir a la calle a berrear y a saltar, a beber y dar y
recibir empujones, en estúpida imitación de las peores costumbres
masculinas, no sé si también corren delante de los toros que en mis
tiempos no se veía – no debe de ser muy común porque todos los heridos
son hombres-, ya pueden estar seguras de que en semejante
compañía y con tales actividades, lo único que pueden esperar de sus
compañeros de diversión es que las violen.
DdA, XIV/3580
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