Félix Población
No creo equivocarme al afirmar que las tertulias políticas en
los medios audiovisuales tiene un historial similar al del propio régimen del
78. No es posible rastrear antes algo así, porque para la pluralidad de opinión
se requiere una libertad política de la que carecíamos antes.
Desde entonces, no hay emisora que se precie que no contenga esas
tertulias en su programación, ni plató que no haga lo propio, salvo en la
televisión autonómica de este Principado, que las elude. El auge del formato ha
llegado hasta tal punto que está presente cada mañana en los diversos canales,
tanto de la televisión pública del PP como de la privada. En la primera, con
periodistas leales al gobierno a la usanza del viejo régimen. En la segunda,
con dos canales en febril competencia, dentro de la misma franja horaria, y sendos
programas de similar duración, parecido intervalo para la publicidad a mitad de
emisión y un mismo asunto casi monotemático: la corrupción política.
Observen y vean, quienes puedan disponer de alguna mañana
libre para estos ociosos quehaceres, la pugna que Atresmedia y Mediaset
sostienen a cuenta de ese ominoso lodazal de nuestro tiempo. Tanto el
presentador de “Al rojo vivo” como el de “Las mañanas de Cuatro” no dejan de
darnos noticia, con la correspondiente entonación de alarma en cada caso, de
una corruptela sobre otra, como si asistiéramos a un carrusel de mamandurrias
patrias del que exclusivamente se nutriera la actualidad y sin cuyo fermento no
tuviera sentido el programa ni la convocatoria de los correspondientes
tertulianos.
Mientras visionamos a media pantalla, hasta una saciedad
proclive a la grima, las repetitivas imágenes de los presuntos corruptos de
turno, podemos escuchar la refriega habitual que mantienen la mayoría de los
tertulianos a voz en grito, sin que apenas haya tregua para la escucha porque
de lo que se trata es de interrumpir la opinión del adversario dialéctico a
base de pisar sus palabras, bien sea con arrogancia, con desprecio o con
desatinos varios. El espectáculo puede ser más o menos airado, según qué canal
y presentador, pero dígase lo que se diga sabemos que la tertulia no será
noticia si no levanta algún titular desaforado.
El mejor ejemplo de lo que digo tiene su plasmación semanal
en el programa “La sexta noche”, que se emite todos los sábados hasta primeras
horas de la madrugada. Atresmedia ha concebido el plató como un gran espacio
escénico en el que se concitan casi
siempre los mismos profesionales de la información, con una presencia algo más
variable de los representantes políticos de cada partido. Como el telespectador
no ha tenido suficiente dosis con el menú diario del carrusel de pudriciones,
este programa viene a culminarlo a modo de traca masiva e intensiva de envites
entre algunos de sus concurrentes fijos, que pocas veces dejan de ser noticia,
pues las refriegas suelen llegar hasta ese punto en que, gracias a la zafiedad,
la falacia, la intransigencia, la arrogancia, la pulla o el menosprecio mutuos,
obtienen su consiguiente repercusión
mediática. De ese modo se ceba el deplorable espectáculo de la opinión a gritos
y agravios, que malcría a la audiencia pero engorda la publicidad.
Desde aquellas primeras tertulias políticas en la radio de la
Transición han pasado muchos años, y posiblemente nadie imaginó entonces que
iban a cundir en grado tal y de manera tan fragorosa y camorrista, como si la
educación democrática y cívica nos fuera ajena, ya sea entre ciertos periodistas
de dudosa fiabilidad deontológica como entre algunos políticos de menesteroso y
catequizado discurso.
Tampoco nadie calculaba hace cuatro décadas que el asunto
recurrente de debate en los platós televisivos iba a ser, al extremo de un
hartazgo que comienza a ser tedioso, la corrupción política, conformando un
dúplex político/periodístico tan poco edificante como notorio por su clave
sainetesca: porque el espectáculo de corruptores y corruptos sigue, los
tertulianos se encrespan, pero en el sexto país más endeudado de la UE nadie
paga por lo que roba y debe, que es mucho.
*Artículo públicado en el último número de la revista Atlantica XXII.
DdA, XIV/3582
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