martes, 18 de julio de 2017

ÁNGEL GONZÁLEZ EN LA PINGANIELLA


Lazarillo

Hasta este ameno y recoleto lugar, por nombre La Pinganiella, donde con frecuencia se puede escuchar el aflautado y líquido canto de los mirlos a temprana hora de la mañana, se ha llevado este Lazarillo una vez más uno de los libros de poesía de su admirado Ángel González. No solo ha sido en esta ocasión por el placer de releer en voz alta sus versos, sino por si al escucharlos me podrían servir de estimulo para trabajar mentalmente en un proyecto que ojalá pueda ver la luz muy pronto y que tiene por protagonistas al poeta y a la ciudad en la que nació en 1925 y a la que tanto quiso en su ausencia. Les puedo asegurar, a quienes tengan a bien leer este modesto Diario, que ese ejercicio de poner voz a los poemas de González -algo en lo que este Lazarillo lleva muchos años de práctica emocional e intelectual- siempre es muy estimulante para el ánimo, por lo que también creo que lo ha sido con vistas a idear un programa que puede tener su interés público en memoria del poeta. Como todavía está en una fase muy germinal, a la espera del acogimiento que pueda tener en las instancias oficiales, dejo para cuando crezca en posibilidades de realización una más detallada relación del mismo, consciente de que acaso persiga demasiado por mi muy afincada vocación emocional y estética con la poesía. De momento, sigo al pie del aliento de vida que comporta leer poemas como este, esta misma mañana neblinosa entre cantos de mirlo, junto a la fontana de La Pinganiella, que como diría don Antonio Machado -tan querido de Ángel- vertía a mi vera un finísimo, rumoroso y eterno cristal de leyenda:

Para que yo me llame Ángel González,
para que mi ser pese sobre el suelo,
fue necesario un ancho espacio
y un largo tiempo:
hombres de todo el mar y toda tierra,
fértiles vientres de mujer, y cuerpos
y más cuerpos, fundiéndose incesantes
en otro cuerpo nuevo.
Solsticios y equinoccios alumbraron
con su cambiante luz, su vario cielo,
el viaje milenario de mi carne
trepando por los siglos y los huesos.
De su pasaje lento y doloroso
de su huida hasta el fin, sobreviviendo
naufragios, aferrándose
al último suspiro de los muertos,
yo no soy más que el resultado, el fruto,
lo que queda, podrido, entre los restos;
esto que veis aquí,
tan sólo esto:
un escombro tenaz, que se resiste
a su ruina, que lucha contra el viento,
que avanza por caminos que no llevan
a ningún sitio. El éxito
de todos los fracasos. La enloquecida
fuerza del desaliento...


DdA, XIV/3588

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