
Parece mentira que, en pleno siglo XXI,
la blasfemia sea un delito en España. Muchos socialistas que hoy se
indignan con la acusación al Gran Wyoming y Dani Mateo de blasfemia por
cagarse en la cruz del Valle de los Caídos fueron los mismos que, en el
año 1995, promulgaron -con la abstención electoralista del PP- el Código
Penal que tipifica la blasfemia como delito y algunos, como Margarita
Robles, celebraron la promulgación del código penal, al ritmo de salsa
de Caco Senante, en una fiesta hortera que organizó, en el Palacio de
Parcent de la calle San Bernardo de Madrid el arrogante viceministro
Belloch.
Ese código penal que celebraron a ritmo
de salsa, Belloch y Margarita Robles tuvo como resultado llenar las
cárceles de presos, incluyendo a más de mil jóvenes que se negaron a
realizar el servicio militar. En realidad no había nada que celebrar y
así lo hicimos público varias personas en un manifiesto, encabezado por
Gonzalo Martínez-Fresneda, publicado en El País el 8 de junio de 1996, donde denunciábamos el carácter reaccionario de ese Código Penal.
En efecto, en ese manifiesto se decía lo siguiente: “Arrastrada
una vez más al terreno de la polémica que le interesa a la derecha
política, la izquierda en el gobierno no fue capaz de plantear el
verdadero debate: qué penas, para qué conductas, con qué resultados y
qué alternativas. Instalada en esa impotencia, la iniciativa legisladora
se ha querido justificar con algunas pocas pinceladas progresistas, por
las que además ha pagado su peaje(..) pero muchas disposiciones
ominosas de este Código Penal se han colado en silencio,(..) . Mientras
juzgar y condenar sea inevitable para la sociedad, la elección de los
hechos considerados punibles y de su castigo implica una opción política
fundamental que no se puede dar por sentada y que en este caso no
diferencia sustancialmente al Código nuevo del Código viejo”.
Incluso, en algunos aspectos, en el Código Penal de 1995, se produjeron,
en relación con la última reforma penal que realizó el franquismo en
1973, regresiones. Por ejemplo, mientras en la reforma del código penal
franquista la blasfemia se circunscribía a los lugares y actos de culto,
en el Código penal de la “democracia” la blasfemia- ahora escondida
bajo el término de “ofensas a los sentimientos religiosos”-, se
extendía a cualquier lugar o medio. En efecto, las penas por blasfemia
en el código penal de la democracia son sorprendentes:
Articulo 525
“1. Incurrirán en la pena de multa de
ocho a doce meses los que, para ofender los sentimientos de los
miembros de una confesión religiosa, hagan públicamente, de palabra, por
escrito o mediante cualquier tipo de documento, escarnio de sus dogmas,
creencias, ritos o ceremonias, o vejen, también públicamente, a quienes
los profesan o practican.”
La profanación -otro curiosísimo delito-, en los artículos 523 y 524, incluso está más condenada que la blasfemia con penas ¡De seis meses a seis años!
Estos socialistas que hoy se indignan
con la acusación contra el Gran Wyoming ayer aplaudían a rabiar estas
reaccionarias tipificaciones. El bipartidismo también ha funcionado en
España para el ámbito de los derechos civiles y las libertades públicas.
Si la blasfemia es un delito en España es porque nadie se ha atrevido a
quitar esas tipificaciones en el código penal y además al mantener la
blasfemia se mantiene la censura ya que los medios de comunicación se
abstienen de hacer mofa de la religión. Cuando Dani Mateo declara que
“no quería ofender a nadie” ya está censurándose. ¿Acaso no se puede
criticar a una religión? ¿Acaso tenemos que comulgar, por ejemplo los no
creyentes, con los dioses y sus encarnaciones? ¿Acaso no nos podemos
reír de Mahoma, de Jesús o de Buda?
El decoro con la religión en España es
ridículo; hasta el alcalde de Cádiz, José María González de Podemos, ya
ha condecorado a una Virgen. La comisión de honores del ayuntamiento de
Cádiz aprobó la concesión de la Medalla de Oro de la ciudad a la Virgen
del Rosario, patrona de Cádiz. En el pleno del ayuntamiento los votos de
Podemos se unieron a los de PP, PSOE y Ciudadanos, con los únicos votos
en contra de los concejales de IU. Juan Carlos Monedero, con la buena
fe de apoyar a su compañero, lo ha justificado, desde el diario Publico,
con argumentos de una beatería popular que roza la ñoñería
social-falangista (“Porque la Virgen de los humildes, aun siendo
cierto que trabaja más tiempo para los poderosos que para los pobres,
ayuda a que los golpeados imaginen la vida un poco menos miserable. Y
eso, nos guste más o menos, hay que respetarlo”). Las instituciones
públicas deben mantener un laicismo sin más. No reconocer a las
religiones es el elemento esencial del laicismo y los nuevos
ayuntamientos lo que deben impulsar es el laicismo y no la beatería. Lo
mismo hace Carmena desde el Ayuntamiento de Madrid apoyando a la
religión católica siempre que tiene ocasión y participando en sus
liturgias con el cardenal Osoro.
Algunos alcaldes, como el de Santiago,
mostrando un coraje fuera de lo común, y ¡en una ciudad como Santiago!
se ha adherido a la Red de municipios laicos, iniciativa de Europa
Laica, que busca crear una red de municipios en apoyo del laicismo en
los ayuntamientos. Lo mismo se puede decir de Mónica Oltra que se ha
enfrentado a las monjas capuchinas y está exigiendo que la gestión de
los centros de menores tutelados sean de gestión pública y no como ahora
que están cedidos a las organizaciones religiosas y a las sectas. Esta
actitud contrasta con el ayuntamiento de Madrid que, en este mismo mes
de enero, ha dado al Padre Ángel 600.000 euros para arreglar, eso dice
él, colegios en Haití.
En España vivimos un momento político de
exigencia de democracia; el surgimiento y éxito de alianzas electorales
como Unidos Podemos y otras además del proceso constituyente en
Cataluña, todo ello presiona por algo nuevo pero cada vez que un
ayuntamiento condecora a tal o cual virgen nos alejamos de ese anhelo
popular de cambio y regresamos a la vieja política y al conservadurismo.
El laicismo es esencial en los cambios por venir. No es algo secundario
es algo esencial para la democracia como lo son las garantía de las
libertades individuales o la separación de los poderes.
DdA, XIV/3552
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