lunes, 5 de junio de 2017

AQUELLA INFANCIA ERA SOLEMNE COMO UNA SIEMBRA

A la espera de que esas Confesiones que el escritor asturiano publica actualmente en el diario El Comercio se conviertan en un libro que leeré con el gusto y detenimiento que merece la escritura de su autor, vaya este capítulo como adelanto para quienes se puedan interesar por la obra de Argüelles. Debería hacerlo:
 La imagen puede contener: planta, árbol, exterior, naturaleza y agua
Fulgencio Argüelles 

Aquella infancia de nunca crecer estaba llena de juegos y de humedades y de canciones. Tal vez en lo originario esté el sentido de todo. Tal vez con esas imágenes maltratadas por el olvido se pueda configurar el mapa de aquellos caminos retorcidos que se abrieron al final de las infancias para decirnos que todo estaba por hacer. Hay mucha lluvia en mi infancia, y hay una humedad que duele, y barro que sujeta, y hielo que cuelga de los tejados. Hay un niño que perdemos todos si no encontramos el camino de regreso al territorio de la infancia. A mí me gusta volver al tiempo del alma de aquella tierra húmeda y pobre que me parió. Por las noches, mi padre se sentaba en el borde de la oscuridad y se ahuyentaba las nubes que le recorrían el cielo de la frente tomándose un tazón de leche cuajada, y recuerdo que en el brillo de su mirada siempre había identidades sin destapar, como si un día en la encrucijada de su infancia se hubiera equivocado de camino. Cuando él se reencontró con su infancia ya era demasiado tarde. Yo no quiero que a mí me ocurra lo mismo, así que vuelvo a los musgos y busco el olor del primer cigarro clandestino, vuelvo a la lluvia buscando el batir de las alas de los ferres, pateo la hojarasca en busca del trapo blanco de las expiaciones, me hundo en el barro perdido de la misericordia, acaricio la fuente de las melodías y de los vuelos y me subo sin manos al muro de las cicatrices, porque quiero que todo vuelva a tener sentido. Aquella infancia era solemne como una siembra, solemne como una misa de fiesta, solemne como una de las leyendas que contaba la abuela cuando la noche se ponía triste.
Las canciones de mi padre, aunque tuvieran ritmos y motivos alegres, siempre sonaban tristes, porque las cantaba desde el lugar en que uno observa que el mundo se escabulle, así que a mí se me antojaban canciones con agujeros. Esas canciones llegaban siempre de lejos. Algunas las habían conservado las abuelas en el mandil de todas las faenas, otras llegaban a través de las radios increíbles y algunas las traían los titiriteros. Cuando llegaron los titiriteros no teníamos cámaras de fotos para inmortalizarlos con sus barbas de algodón y sus trajes de colores. Por eso ahora los recordamos en blanco y negro. Aquellos titiriteros sin nacionalidad convertían las tardes de tedio en fiestas de guardar. También había alfareros y quinquilleros y afiladores y pimenteros y meleros, y hasta copleros. Pero ellos no eran como los titiriteros. El melero tenía buena voz y un mandilón azul perdido, y el coplero golpeaba con el látigo la carretera a la vez que cantaba: “El Ebro guarda silencio al pasar por el Pilar”. Los botijos del alfarero venían dormidos entre las pajas, y el quinquillero tocaba una armónica de plástico y anunciaba piedras de mechero y calcetines de viaje. El afilador, a la vez que le daba a la rueda gigante y salían chispas de las tijeras, cantaba: “Ná te debo, ná te pido, me voy de tu vera, olvídame ya”. Pero no eran titiriteros.
Mi padre me había contado que a Jaca, que era un lugar blanco e imposible que había cerca del cielo, donde él había hecho el servicio militar, llegaban seres extraordinarios que actuaban en los mercados de los domingos. Allí había visto él un hombre que devotaba chinchetas y tornillos y que tenía una saliva corrosiva y poderosa capaz de convertir un reloj en papilla en pocos segundos. También había un indio que paseaba descalzo sobre las brasas, una mujer que arrastraba un camión con los pelos y un chino que lanzaba cuchillos alrededor de una mujer sin miedo. Yo creía que lo de mi padre en Jaca sólo eran cuentos, hasta que llegó Barbachey el Hombre Foca, que colocaba sobre su barbilla poderosa todo cuanto pudiéramos imaginar, desde una silla con niño hasta un poste de la luz. Aquellos minutos de mágico equilibrio, a nosotros nos parecían siglos. Tenía unas patillas que se le juntaban con el bigote y unas manos como raíces de árbol. Iba desnudo de cintura para arriba y tenía tatuada una mujer a la que se le movían las tetas cuando él contorsionaba los músculos del antebrazo. El mundo entonces apenas tenía colores. Luego vinieron Carasucia y Pocapena, que andaban en una bicicleta diminuta sobre un alambre. Y también había un payaso de cerca que se llamaba Alegre y que cuando se reía a carcajadas se ponía muy triste.
Cuando no había canciones ni titiriteros jugábamos a lo que fuera. Jugábamos incluso con las palabras para transformarnos en aviadores sin aviones, en astronautas sin nave espacial o en exploradores sin cantimplora. Sólo necesitábamos palabras para jugar. Con palabras y un cinturón también jugábamos a “zurriágame la melunga”, que era un juego con olores de ultramar. Con palabras y un palo en la mano bombardeábamos ciudades, atravesábamos océanos y llegábamos hasta la luna. En los pocos días sin lluvia jugábamos a las chapas en la carretera sin circulación. Cada chapa era un ciclista confeccionado a mano con cromos de La Casera, cristales recortados y un poco de jabón. Las rutas señaladas con tiza en el alquitrán eran interminables y tenían metas volantes y avituallamientos y puertos para coronar. Una vez un hombre salió del bar tambaleándose y se acercó a nosotros gesticulando y pronunciando palabras desconocidas. Nos pisoteó las chapas y nos llamó holgazanes, flojos y caprichosos de mierda. Alguien dijo que andaba emborrachándose de pueblo en pueblo desde que una peste que se llamaba Polio, como el pico al que una vez habíamos subido de excursión, le había matado a una hija.
En aquella infancia del barro y de las palabras perdidas tenía yo un tren fabricado con latas de sardinas, un tren que transportaba tierra sucia y herrumbre de ilusión, y no sé lo que yo daría por recuperar aquel tren oxidado y fantástico, porque estoy convencido de que ahora podría subirme en él para soportar mejor la lejanía dolorosa de aquella infancia. Subido en el último vagón cantaría aquellas viejas canciones de mi padre que eran tristes y alegres a la vez. Pensar en la infancia lo llena a uno de nostalgia, pero también de mucha ternura, y uno se queda quieto mirándose por dentro, y es como si al fin todo tuviera sentido.


DdA, XIV/3555

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