El 20 de marzo se celebra el día
internacional de la felicidad. No tengo claro si es una invitación a
serlo o si solo pretenden hacernos reflexionar sobre el sentido de la
vida. Definir la felicidad depende de las expectativas de cada quién. Si
preguntas a la mayoría de la gente si es feliz, pocos responderán que
no lo son. Sin embargo, cuando miras a sus ojos, las sombras enturbian
esa presunta dicha. Nada es absoluto ni definitivo. Tampoco la
felicidad. La mayoría dirán que se trazaron una meta que han satisfecho
en gran medida. Un buen trabajo, una pareja, un par de hijos, una casa
en propiedad, un círculo social donde encajar...Una huida hacia
adelante, cubriendo etapa tras etapa, en busca de un unicornio
escurridizo, de una entelequia que no podemos materializar a voluntad.
Pero si indagas un poco más allá y les cuestionas: ¿Y eso es todo?, se van por los cerros de Úbeda. ¿Es que hay algo más?
Nos
da terror enfrentarnos al auténtico sentido de la vida por eso
reproducimos los patrones aprendidos. Pensamos que acumulando cosas o
personas podremos acceder al nirvana prometido. Pero, al parecer, la
cosa no funciona así. Todos conocemos a gente que parecen haber
alcanzado el éxito personal y profesional pero a nada que escarbas en su
dorada aura aparecen los miedos y las inseguridades. El reputado
catedrático que vive inmerso entre folios y legajos porque se asusta del
mundo que hay allende sus papeles. La bellísima actriz que exhibe una
sonrisa refulgente ante las cámaras mientras piensa obsesivamente en la
báscula. Siempre puede aparecer otra más joven y delgada. El empresario
exitoso que se maneja en un mundo de tiburones hambrientos. Siempre
presto a devorar o a ser comido. La abnegada madre que ve como sus
polluelos, ¿la razón de su existencia?, abandonan definitivamente el
nido.
Una pareja
pasea sonriente cogidos de la mano. Aparentemente una escena idílica.
Pero en sus cabezas les asaltan mil temores: ¿Tendremos trabajo para
poder pagar la hipoteca?, ¿Perdurará nuestro amor más que ella? El
subconsciente va por libre, amargándonos la vida. Recordándonos que la
mayor de las tragedias podría llegar en cualquier momento. Que en
realidad, nunca estamos a salvo.
Yo
no se qué carajo es la felicidad aunque acumulo en mi vida instantes
muy felices. En cualquier caso he renunciado a su búsqueda. Al menos a
esa felicidad absoluta que solo puede ser propia de un idiota o un ser
insensible. Solo un cretino o un psicópata pueden abstraerse del dolor y
la injusticia que campan por este planeta.
Buscar
la felicidad puede ser la vocación del ser humano. Otra cosa es
entenderla. Hay veces que aparece en lo más cotidiano. Cuando tu gato te
ronronea al oído y, por unos segundos, entras en un éxtasis animal que
te transmite una paz indescriptible. O cuando escuchas una melodía que
te levanta por encima de las tribulaciones y las penas. Cada cuál
la siente a su manera. Solo hay que atrapar esos momentos. Exprimir todo
su jugo sin acoquinarse por lo que pueda pasar luego. La felicidad no
se consigue por oposición ni es un concurso de méritos. No existen
plazas vitalicias ni puede atesorarse en las cajas fuertes de los
bancos. Sean felices cada vez que puedan pero procuren no obsesionarse
con ello. Las mariposas no sobreviven si quieres agarrarlas con el puño.
Se hacen polvo.
Jorge Luis Borges dejó unos versos sobre esto: “Ya no seré feliz. Tal vez no importa. Hay tantas otras cosas en el mundo” .
DdA, XIV/3491
1 comentario:
La felicidad está sobrevalorada.
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