Mientras un príncipe saudí embarca a sus halcones en un avión y paga por sus criaturas de ocio cinegético el correspondiente pasaje, centenares de pateras siguen cruzando el Mediterráneo, cuyas aguas sirven de tumba a miles de seres humanos desesperados, movidos por un único afán: vivir con un mínimo de dignidad lejos de la miseria, la guerra y el hambre. Pocas imágenes podrán ser más significativas y metafóricamente explícitas del mundo que habitamos que la de estos ochenta halcones -las aves más veloces del planeta- volando ciegas y presas de alas en un avión comercial para servir de recreo a un potentado príncipe saudí de nombre ignorado -no sabemos si amigo del rey Felipe VI-, mientras se alzan muros contra las migraciones de los parias de la tierra y el viejo mar de la cultura va enterrando sus vidas a las puertas de Europa sin que estalle la rabia de las conciencias, se haga voz y grito, se haga lucha frontal contra tanta ignominia que tiende a reverdecer las más funestas páginas de la historia del viejo continente.-Lazarillo
Miguel Sánchez-Ostiz*
Cuarto Poder
Imagino que cuando Ambrose Bierce escribió su entrada del Diccionario del diablo
acerca de los inmigrantes y los calificó de «persona desinformada que
cree que un país es mejor que otro», no se refería a las estampidas
migratorias que la hambruna o la muerte cierta empuja, sino que se
trataba de una humorada vitriólica referida a las muy duras condiciones
de vida que se encontraban los que dejaban atrás sus países y llegaban a
la tierra prometida: nada o muy poco era como les habían asegurado. Un
aviso de caminantes destinado más a disuadir a los buscadores de Jauja
que a burlarse de ellos, por tanto.
Algo parecido escribió Robert Louis Stevenson
en un memorable texto referido a la conquista del Oeste y la fiebre del
oro, en el que habla de dos trenes que se cruzan en la pradera, el de
los que van hacia el Oeste y el de los que de allí regresan. Los
primeros van tan alegres, entusiasmados y festivos que no advierten que
los segundos, los que vuelven al Este, baldados y con las manos vacías,
les gritan y hacen señas de «¡Regresad, regresad!». Solo que enseguida
las posibilidades del regreso comenzaron a hacerse imposibles, y ahora
más que nunca.
Irse, quedarse, poner
alambradas, levantar tapias, acoger, rechazar, explotar sin recato,
aprovecharse de una mano de obra barata… mentir, mucho, encogerse de
hombros. Pienso en los muertos que a diario aparecen en el sur de
España o en Italia, o en el mar Mediterráneo convertido en una
gigantesca fosa común; pienso en los que desaparecen por el camino o en
la misma frontera, niños, jóvenes, gente de la que no se vuelve a saber
nada; pienso en los miles de kilómetros recorridos en circunstancias
penosas, en algunos casos durante años, y en cómo son explotados y
abusados en el camino; pienso en el hacinamiento de refugiados que
pretenden alcanzar un refugio protector dentro de las fronteras de la
Unión Europea y no consiguen entrar en ella, sino ser apaleados a sus
puertas o morir de frío; pienso en los que andan «ilegales» de un lado a
otro, sin papeles, explotados y abusados por unos y otros; mientras los
líderes del estrellado invento se refocilan en la afirmación de que
éste en el que vivimos aferrados a nuestros euros, muchos o pocos, no
importa, es el paraíso de las libertades y los derechos civiles.
Pienso
también en los camiones solidarios que salen casi a diario hacia las
islas y fronteras de Grecia, y los Balcanes; pienso en que muchos de los
voluntarios que allí acuden a hacer lo que pueden o les dejan, son
tomados por indeseables… y pienso en que es más que probable que nadie
pague nunca por lo que está sucediendo: un crimen de lesa humanidad
disfrazado de exigencias políticas oportunistas, de estadísticas
demográficas y de burocracias criminales. Vuelve a funcionar la ley del
más fuerte, la burocracia, la obediencia debida… y el miedo, y los
abusos, el racismo, la xenofobia.
Pienso en todo esto y en que sin
duda no hay que tomar la vitriólica definición de Bierce al pie de la
letra. Lo de hoy no es ni siquiera un movimiento migratorio, sino una
estampida. Casi nadie se llama a engaño de lo que se va encontrar allí
donde logre meterse, porque en determinados casos, con las historias que
los que huyen a la desesperada traen en sus petates, hasta un CIES
podría resultar un agarradero, si no estuviera abocado a la deportación y
a los abusos. No es tiempo de conquistas del Oeste ni de fiebres del
oro, sino de conservar la vida y de tenerla de verdad digna. Tiempos de
sálvese quien pueda en todos los sentidos de las geografías. Una cosa es
el fuego, la sangre y la muerte cierta, en infiernos organizados por
cuestiones geopolíticas o ignotas (que vienen a ser lo mismo) y otra
bien distinta el olor a podre que sale de un pozo negro, como puede
resultar el europeo para quien vive en la necesidad y sus miedos, un
pozo negro de lujo al fin y al cabo, de más lujo para unos que para
otros, quiero decir, cuyo tufo asfixiante a otros les resulta un alivio
cierto.
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