Jaime Richart
He observado a lo largo de mi vida (que no es
precisamente corta) en las personas comunes, que a su muerte física precede durante un tiempo, a veces prolongado,
su muerte moral. Y ello sin signos exteriores, ni orgánicos ni psíquicos. Sencillamente
han
renunciado a la vida antes de que la muerte les eche de ella, suavemente… o a patadas. Y digo que eso sucede entre las personas comunes y no en las opulentas,
porque en estas la mera
posibilidad de acrecentar o de defender sus
fortunas suele ser estímulo bastante para apegarse a la
vida hasta el último suspiro; estímulo que no
creo aventurado decir que a esos años a veces
funciona también como castigo inherente a la
codicia. Dejar mucha riqueza en la antesala de la muerte, sin duda debe ser
mucho más penoso que dejar poco o nada.
La muerte moral de la que hablo se refleja en
el visible desasimiento y desapego del individuo que ha alcanzado las edades
del último tramo de la vida, a lo que
no es su más estricta inmediatez. No hay nada que atraiga su atención: la sensación de monotonía, el dejà vu, el tedio
son el motor gripado del deseo de acabar. Y no les falta razón. Por muy vivaces que seamos, por mucha energía que hayamos
acumulado, por
muchos afectos que disfrutemos o por mucha imaginación que conservemos, esa vida moral tiene un tiempo
que ordinariamente no coincide con los designios de la vida orgánica y tarde o temprano se pne de manifiesto. La oxidación por la acumulación de las
vivencias y el moho espiritual de quizá
tanto desengaño, actúan como la carcoma en la madera...
Ésta es la razón por la que
percibo yo en el entusiasmo de la Ciencia que trata de prolongar la vida al ser
humano con sus tejemanejes biológicos y
celulares, una visión neutra, aséptica, de la vida humana propia de la fase infantil de la
consciencia. Y en todo caso, en línea con una paradoja entre dramática y ridícula: por un
lado están, la Medicina y nosotros mismos empeñados en revivificar
nuestro
cuerpo con recursos varios entre una incesante oferta de estímulos, actual y principalmente tecnológicos, y por otro está el
aliento de un sistema que empobrece la
vida afectiva real, induce al suicidio a los mayores y denigra los valores humanos de siempre. Y todo, mientras el
subconsciente recibe el atronador mensaje de un inexorable deterioro del planeta, que no
hace abrigar esperanzas de alcanzar una vida colectiva de superior rango, a no
ser en otra dimensión.
Pues en su conjunto, esta visión mía personal acerca de la vida vida individual situada
en sus confines, la veo asimismo en el rebaño o en la manada humana. Me refiero
a un visible languidecer del alma de la sociedad y un oscurecimiento patético de la cultura
occidental plasmados en una psicología decadente y
crepuscular que, pese
al ruido ensordecedor del progreso tecnológico, o incluso por culpa de él, quedan
sofocados precisamente los intentos
de vida interior y removidas las excelencias de la vida moral que dan a su vez vida a la orgánica.
Hay, en fin, tantos avisos, tantas señales,
tantos motivos para pensar que la humanidad se está yendo sin remedio por los sumideros de la Historia,
que no me extraña que sociobiólogos pronostiquen desde hace tiempo el suicidio de
la especie humana, del mismo modo que ─realidad o mito─ periódicamente los lemmings, desde un acantilado, se arrojan al mar...
DdA, XIII/3392
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