Félix Población
Van a seguir aprovechando la más mínima anécdota, buscando
la más mínima insinuación de roce, contrariedad o disensión entre ellos, dos
amigos forjados en muchos años de relación, investigación y estudio como politólogos, y un mismo
afán por sacudir a este viejo país de tanta roña acumulada en el ejercicio de la
política. Quienes los conocen saben que por mucho que lo intenten no van a
poder acabar con ese vínculo, pero el periodismo rastrero y corrupto, el que se
ha nutrido del viejo régimen caduco y a su vez lo nutre a diario con su
servilismo, no va a dejar de insistir.
A base de hacerlo, como le ha ocurrido a
los pantuflos al uso y abuso en algunas tertulias de plató con otras variantes tan
falaces como insidiosas de crítica a destajo, ese periodismo puede quedar en ridículo ante aquellas
generaciones que ya no comulgan con el sistema porque el sistema ha ignorado y
dilapidado su energía, obligándolas al desempleo o a la emigración. En este
sentido, el calificativo grotesco es el de menor calibre que se me ocurre para
definir la última anécdota respecto a la simbología que lucen en sus mítines
dos de los fundadores de Podemos, Íñigo Errejón y Pablo Iglesias, como consecuencia de un tuit del segundo que pudo servir de móvil provocador o cebo para la picada.
Es tan
ridículo, tan parvulario, tan de idiotas establecer posibles disputas en el
liderazgo de Podemos porque Errejón hace con los dedos la uve de la victoria e Iglesias levanta el puño que, una de dos, o ya no hay argumentos para tratar
de socavar la solidez y unidad del partido morado, o el periodismo estabulado
generado por el añejo bipartidismo está cayendo de un modo alarmante en una superficialidad rayana en la más esperpéntica
simpleza.
Si fuera esto último, se podría tener la sensación de contagio entre la clase política afincada en el régimen de 78 y el periodismo generado todos estos años a su sombra, como si no se pudiera esperar otra cosa de un Partido Popular acosado por la corrupción y un Partido Socialista pringado de incoherencia. Se quedan sin argumentos porque su propia y deplorable realidad los incapacita para encontrarlos.
DdA, XIII/3363
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