"Aquí estamos los dos -podría decir cualquiera de ellos- convertidos
en golferas con un solo destino: asesorar a los ricos, que nos hacen
caso, y aconsejar a los de nuestro partido, que no nos lo hacen.
Pero sobre todo ganar un dinero que nos consienta mirar a los demás con
ese punto de desdén y superioridad que otorga haber sido un supuesto
estadista".
Gregorio Morán
No entiendo por
qué a nadie se le ha ocurrido poner en paralelo a estos dos
expresidentes de carreras políticas harto diferentes, con más oscuros
que claros, pero que el tiempo les ha ido creando cierta complicidad.
Los dos profetas de una situación política que ellos fomentaron y que se
les ha ido de las manos.
¿Se
acuerdan de cómo acabó Felipe González? La mierda le impedía hasta
nadar. La gente, especialmente la suya, le quería. Tenía carisma, o lo
que es lo mismo, podía decir las mentiras más evidentes con un tono de
complicidad que te hacía confidencias, cuando lo que pretendía era
sumarte a aquel barco desvencijado por la corrupción y la incompetencia.
¿Y el otro? El abnegado líder que anuncia su retiro después de haberse metido en el berenjenal de la Guerra de Irak,
con ambición de pasar a la historia. “¡España, cuenta en el mundo!” Era
cierto, pero contaba cadáveres de iraquíes y abría la crisis
internacional más importante desde la Segunda Guerra Mundial. Ni
siquiera Corea fue algo semejante. Ahí sigue, como una metástasis que no
admite cirugías de hierro sino un poco de sentido de la geopolítica y
el conocimiento de unos pueblos y sociedades de los que no tenían ni
idea, pero que han trastornado el mundo en el que vivíamos; sin solución
posible durante muchas décadas. José
María Aznar, el estadista. Aprendió inglés y entendió cómo hacerse rico
después de haber destrozado todo lo que se le metió por el medio,
incluido el idioma.
Su partido le admitió para que llevara un
museo y jugar a soldados de plomo teóricos, pero él aspiró a convertirse
en el cerebro de la FAES, para todo el mundo, incluidos los suyos. Un
estratega mundial, y eso en el momento en el que los suyos estaban cada
vez más distantes y su partido devino un comedero tres estrellas
Michelin. No se robaban las propinas, se atracaba al Estado en función
del maitre y los soumeliers recién llegados. El estadista calló. Él, que había iniciado el invento -¡ay, aquella boda escurialense con aire siciliano!-, donde estaban todos como si se pasara lista delante de El Padrino,
su señora, la niña de la cara escuálida y un yerno que hasta conocía
cómo funcionaba la industria del automovilismo de alta gama, los Fórmula
1, el alquimismo sobre el que se elaboran las grandes fortunas a gran
velocidad.
Un destino paralelo
Helos ahí a los dos. El compañero
González, asesor áulico de los nuevos patronos del mundo mundial, y el
señor José María Aznar, charlando en su inglés recién aprendido, con los
astros que iluminan (o apagan) las luces del mundo de la manipulación
informativa. Un destino paralelo de dos
tipos que nacieron a la política huérfanos de todo menos de astucia,
ambición y ganas de dejar la mediocridad en la que nacieron y crecieron.
Podrían, sin excesivo esfuerzo intelectual, echar una partida de póker
-descubierto, por supuesto-, que apenas nada quedara al azar. Una
reconversión, un Gal, un director de la Guardia Civil digno de presidio.
¡Enséñame lo tuyo! A mí me basta un Bush el tonto, un Irak con armas de
destrucción masiva, y aquella memorable transformación de un atentado
islamista en operación de ETA.
Incluso podría añadir. “¡No lo olvides
González! Yo salvé la vida en un atentado por décimas de segundo, y
recuerda que salí del coche ileso y dije aquello que nadie olvidará. ¡Y decían que no tenía carisma!.
A mí me lo dio ETA, a ti también, y no eches en saco roto que cuando
inventasteis el GAL, que hasta entonces era una chapuza de UCD,
aseguraste, en una de tus grandes sesiones de Gran Mandarín, que tuviste
en tu mano volar a la dirección de ETA, y te pareció excesivo para el
Estado. Yo invadí Irak, al menos de palabra.”
“Aquí estamos los dos -podría decir cualquiera de ellos- convertidos
en golferas con un solo destino: asesorar a los ricos, que nos hacen
caso, y aconsejar a los de nuestro partido, que no nos lo hacen.
Pero sobre todo ganar un dinero que nos consienta mirar a los demás con
ese punto de desdén y superioridad que otorga haber sido un supuesto
estadista”.
+@El problema: la emergencia del racismo de clase, excelente artículo de Manuel Monereo. Léase en CUARTO PODER
BEZ DdA, XIII/3332
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