Una chica de 19 años fue presuntamente violada por
cinco tíos durante los sanfermines de Pamplona. La metieron en un
portal, abusaron todos de ella y grabaron con un móvil la violencia de
los agresores y la indefensión de la víctima. Imagino la escena. La
oscuridad de ese portal, la brutalidad física de esos machos, acompañada
de comentarios soeces y de carcajadas (¿qué gracia tendría si no?), sus
alientos etílicos. El desconcierto primero de ella, el pánico después,
la humillación, acaso una rendición de supervivencia.
Los cinco presuntos violadores, uno de los cuales es guardia civil,
descargaron su basura semental y se largaron a seguir esparciendo por el
mundo su basura mental. No en vano los encontraron después en la plaza
de toros, menos a uno, que había sido capaz de conciliar el sueño en un
coche. Quiero imaginar el estado de ánimo de ellos, su comportamiento,
sus conversaciones después de lo que hicieron, y en mi reconstrucción
los descubro de nuevo sucios y borrachos y oigo sus risotadas o sus
ronquidos y veo sus movimientos de banda de terror falócrata, acaso
olfateando a otras posibles víctimas. Apestan.
Los supuestos violadores no se escondieron. No huyeron
del escenario de su crimen. No dejaron atrás Pamplona, no pisaron el
acelerador, urgidos por la culpa. No: se fueron a la plaza de toros. A
seguir con la violencia. A ver cómo se despanzurra un animal que corre
despavorido, a ver cómo babea, a ver cómo busca, taquicárdico, a sus
hermanos rezagados por el miedo, a ver cómo entra a trompicones en esa
plaza abarrotada de gente que no lo mira, que no ve sus ojos
desorbitados tratando de encontrar una salida a su pesadilla. Los
presuntos violadores se fueron a la plaza de toros a seguir disfrutando
de la violencia, a seguir divirtiéndose con el sufrimiento de las
víctimas. Acaso su más íntimo afán fuera asistir a una cogida.
Los sanfermines han sido internacionalmente conocidos por esa violencia
taurina, que sus defensores lograron mistificar a través de la figura
del escritor Ernest Hemingway, quien dio pasaporte a una sangre y un
machismo que le eran consustanciales: “Cazo y pesco porque me gusta
matar, porque si no matara animales me suicidaría”, declaró el
estadounidense. Terminó suicidándose. Antes de descargar su violencia
contra sí mismo había asesinado a muchos animales en África y se jactaba
de haber matado a 122 prisioneros alemanes durante la Segunda Mundial:
"Sin duda ninguna cacería es comparable con la cacería del hombre, y
quien ha cazado hombres armados durante mucho tiempo y con placer,
después ya no siente interés en otra caza". De no haber recibido el
premio Nobel en 1954, Hemingway no habría pasado de ser un escritor como
tantos y un tipo degenerado que solo merecería desprecio. Sin embargo,
es su abyecta y alcoholizada patobiografía (biografía patológica, según Joyce Carol Oates) sobre la que se ha construido el mito de las fiestas taurinas de Pamplona.
En justa correspondencia, los sanfermines han terminado siendo
conocidos en todo el mundo no solo por su violencia contra los animales
sino por la violencia contra las mujeres (este año, también un hombre ha
denunciado una agresión sexual: le hicieron una felación mientras
dormía en una tienda de campaña). Son violencias parejas, ambas
machistas, patohistóricas (historia patológica), solo que la que se
ejerce contra las mujeres ha generado ya una alarma y despertado una
repulsa que a los animales aún no se les permite merecer. Hordas de
machos empapados en alcohol, embrutecidos por la masa de ese cuerpo de
cuerpos desde el que brama su masculinidad, cuyo placer consiste en el
acoso a unos animales que no quieren estar allí y no lo han elegido, y
en el acoso a unas mujeres que, incomprensiblemente, insisten en
acompañarlos a su orgía de testosterona.
Dos imágenes
ocupan los medios cada San Fermín: una, la de la sangre de los
empitonados durante el encierro y la de los animales torturados en la
plaza; otra, la de mujeres alzadas sobre esa masa de machos que les
magrean las tetas. Cada una es muy libre de hacer con sus tetas lo que
quiera, dirán (incluso lo dirán muchas de ellas). Cierto. Tan cierto
como que son ellas, y no ellos, las que son rodeadas por decenas de
tíos, las que son sobadas, manoseadas, las que son zarandeadas y
manteadas. Es a ellas a las que ellos desnudan arrancándoles la ropa,
dejándosela hecha jirones. Son ellas las violadas por ellos después. Las
tetas en Pamplona no son el símbolo del empoderamiento de las mujeres
sobre sus cuerpos sino, muy al contrario, la divisa de su sometimiento,
la encarnación del sexismo, violento por definición. Como, por
definición, es violento cualquier festejo taurino. Violencia de machos.
Cada julio, en Pamplona, sufre y muere un buen número de animales. Cada
julio, en Pamplona, un buen número de mujeres sufre agresiones
sexuales. Cada julio, en Pamplona, hay heridos o muertos en los
encierros (aunque estos últimos no son propiamente víctimas, acaso solo
de la patohistoria). Todo ello legitimado por una tradición a la que se
le llena la boca con la leyenda de un escritor asesino de animales
(humanos y no humanos), machista y alcohólico. Todo cuadra. Si nuestra
sociedad quiere suicidarse, hace bien en seguir el reguero de sangre de
las botas de Hemingway. Si nuestra sociedad quiere evolucionar para ser
mejor, debe reconocer, con Oates, que los sanfermines son un brote
visible de su patohistoria. Y que, para ponerle remedio, deben
desaparecer.
ElDiario.es DdA, XIII/3318
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