Ana Cuevas
El
otro día contemplé una imagen que me despertó del triste letargo en el
que andaba. La policía turco trataba de disolver con cañones de agua una
manifestación por los derechos de gays, lesbianas y transexuales y, de
repente, un rotundo arco iris se dibujó en los cielos bajo los que se
debatía la trifulca. Era imposible no esbozar una sonrisa. Algunas
veces, en medio de la tragedia cotidiana, un hecho casual e inesperado
nos da un empujón para que no olvidemos la alegría. La alegría nunca se
acobarda, no puede deprimirse aunque intenten tiznarla de amargura. La
alegría pone flores en los cañones de las armas. Te impulsa a bailar
como un orate entre las ruinas de un mundo enloquecido. Sin ella, solo
somos muertitos prematuros en espera de que alguno nos de la sepultura.
Quizás
suene extravagante hablar de la alegría en un contexto amargo como el
que vivimos. Crímenes homófobos, terrorismo machista, esclavitud laboral
y sexual, desempleo, pobreza, indiferencia ante la destino de miles de
personas que escapan de la guerra, criaturas que mueren de hambre
mientras los amos del mundo hinchan sus opulentas barrigas. Cerdos con
un origen peor que el de los cerdos.
Dicen
que no somos los dueños de nuestro destino. Y puede que en parte sea
cierto, Pero sin la utopía, como decía Serrat, la vida es solo un largo
ensayo general para la muerte. Por eso, a veces, algo tan trivial como
un arco iris, nos recuerda cual es el auténtico sentido de nuestra
existencia.
Que el
mundo es y será una porquería, decía el tango. Pero también es mucho
más. Y mientras morimos lentamente tenemos el deber de soñar, luchar,
amar y dejar una estela de esperanza para las generaciones venideras. Es
cierto que es difícil. Las noticias que nos llegan como balaceras
podrían doblegar las más firmes voluntades. Hacer que nos sintamos
impotentes. Un planeta emponzoñado por el odio, la estupidez y la
codicia no parece un escenario adecuado para que florezca la alegría.
Sin
embargo, los niños juegan entre los escombros de las bombas. Los
amantes continúan buscando sus labios y sus cuerpos. La amistad germina a
pesar del horror que provoca el aullido de las hienas.
El
arco iris se burla de la intransigencia. Acuchilla la bóveda celeste
con un despliegue multicolor e irreverente. Nos grita que enfrente no
hay nada. Que hay que seguir galopando hasta conseguir arrinconar tanta
miseria. Si no... ¿qué nos queda?
Mi
montura se encabrita. Patalea. Aunque solo sea un jamelgo viejo y
desdentado, aún cabalga. Y aunque no lo parezca, yo llevo las riendas.
DdA, XIII/3295
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