En las universidades se prima la reproducción, 
antes que la producción, el conocimiento obediente por encima de la 
creatividad, o el trabajo crítico. Las relaciones caciquiles, 
personales, de afinidad siguen estando por encima de las capacidades 
objetivas.  
Emilio Silva
En el año 1955, el director de cine José Luis Sáenz de Heredia 
estrena la película “Historias de la radio”. Lo que pretendió ser un 
homenaje al mundo de las ondas, a la importancia que tuvieron en la 
posguerra española los sonidos de la radiofrecuencia, es hoy una 
terrible y nada cómica radiografía de la España franquista, de sus 
enormes carencias y del atraso que supuso para nuestro país que todavía 
no parece haber terminado su siglo XIX.
Sáenz de Heredia fue un director adepto al régimen, mimado por el 
franquismo, que utilizó esa potente herramienta de radiografiar 
sociedades que es la máquina de proyectar luz que atraviesa celuloide La
 película sobre la radio trató de ofrecer una visión entrañable de la 
sociedad española, pero el paso del tiempo la ha convertido en un 
estremecedor retrato de un tiempo oscuro y reciente.
La primera de las historias que aparecen en la película es la más 
terrorífica de todas, porque representa mucha de la oscuridad de aquel 
país, cuyas sombras todavía permanecen sin iluminar. Dos inventores han 
creado el pistón de un motor que puede revolucionar la industria del 
automóvil. Necesitan 3.000 pesetas para poder patentarlo, pero es para 
ellos una cantidad de dinero inalcanzable. Entonces, escuchando la 
radio, oyen un mensaje de un programa concurso en el que se dice que la 
primera persona que llegue a la emisora disfrazada de esquimal, con un 
trineo en la mano, recibirá un premio por ese mismo importe.
Ni corto ni perezoso, el personaje que interpreta Pepe Isbert 
consigue de urgencia un traje de esquimal y un pequeño trineo con el que
 se sube al camión de un amigo (Toni Leblanc) para que lo lleve 
urgentemente desde la periferia de Madrid hasta el centro de la ciudad, 
donde se encuentra la emisora.
Cerca de su destino ambos se detienen junto a un taxi en el que  
viaja otro esquimal. Isbert salta del coche a toda velocidad mientras 
Toni Leblanc trata de impedir con su camión que el otro esquimal salga 
del taxi por la puerta más cercana a la emisora.
Ambos concursantes llegan con su ridícula vestimenta al portal de la 
radio con una mínima diferencia de tiempo. En la escalera se pelean, se 
lanzan el trineo a la cabeza y, cuando llegan al estudio de radio, le 
están entregando las 3.000 pesetas a otro esquimal que se les ha 
adelantado.
 
Despeinado, con el traje medio roto y la nariz ensangrentada, Isbert 
tiene la oportunidad de contarle a su compañero a través del micrófono 
que ha fracasado, lo que despierta el interés del locutor que, tras oír 
su historia, le da las 3.000 pesetas de su propio bolsillo.
Por debajo de la simpatía con la que se contemple esa primera 
historia, se esconde una de las grandes tragedia de nuestro país; la 
existencia de una élite que ha luchado sin descanso contra la 
meritocracia, la inteligencia y las fuerzas sociales que han tratado de 
construir un proceso.
El famoso grito del general Millán Astray en la Universidad de 
Salamanca: “¡Muera la inteligencia!”, lleva sonando y resonando a través
 de muchos siglos por estas tierras. Según el último estudio del Human Capital Leadership
 sobre la gestión del talento, España ocupa el puesto 83 de 109 países. 
El 27% de nuestros premios de fin de carrera abandona directamente 
nuestro país por falta de oportunidades, con lo que somos una de las 
primeras potencias en exportación de inteligencia.
Tenemos un modelo académico y profesional donde la meritocracia es 
tremendamente escasa. En las universidades se prima la reproducción, 
antes que la producción, el conocimiento obediente por encima de la 
creatividad, o el trabajo crítico. Las relaciones caciquiles, 
personales, de afinidad siguen estando por encima de las capacidades 
objetivas. Sólo con introducir en la universidad una norma existente en 
algunos sistemas extranjeros, según la cual no se puede trabajar en la 
universidad en la que se lleva a cabo un doctorado, estaríamos abriendo 
un enorme abanico de posibilidades de mejora.
El deterioro de nuestra producción de conocimiento científico es 
síntoma de una permanente decadencia. Entre los cambios urgentes que 
precisa nuestra sociedad hay que dejar de ser ese hámster que corre y 
corre haciendo girar una rueda que no avanza hacia ninguna parte. Es 
precioso normalizarnos con las economías de nuestro entorno y dejar de 
ser una sociedad con una enorme rentabilidad que se sostiene sobre la 
depreciación de la mano de obra y los millones de horas extra gratuitas.
Seguimos teniendo en el ámbito de la ciencia personas disfrazadas 
como esquimales, lanzándose metafóricos trineos a la cabeza para optar a
 los pocos recursos presupuestados para la investigación. Desde el final
 de la dictadura hemos cambiado mucho en lo estético pero nos hemos 
estancado en lo ético. La crisis económica y política ha puesto en 
evidencia nuestras enormes deficiencias. No podemos esperar a que la 
recuperación económica vuelva a disfrazarnos de lo que no somos. No 
podemos seguir escribiendo en los Presupuestos Generales del Estado: 
¡Que inventen ellos!
DdA, XIII/3300 
1 comentario:
¡¡¡¡Un retrato real de la Universidad Española!!!!
¿Quién se anima a dar un paso para cambiar esta realidad?
Yo me apunto
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