Ana Cuevas
Hasta los catorce años estudié en un colegio de monjas. Las hermanitas aprovechaban cualquier ocasión para hacer proselitismo y captar nuevas vocaciones. Uno de los métodos más recurrentes era relatarnos las heroicas vidas de los santos. Recuerdo sobre todo el derroche de detalles morbosos y extremadamente cruentos con los que solían aderezar la historia. Ante las dilatadas pupilas de niñas de siete años se mostraba un despliegue de gente achicharrada vuelta y vuelta a la parrilla, mujeres a las que se les cortaban los pechos o niñas que se auto-inmolaban por defender su fe o su virtud. He de añadir que, con frecuencia, las monjitas gustaban de hacer hincapié en los aspectos más gores y sus caras reflejaban un extraño estado de éxtasis. Pero eso mejor lo dejamos para Freud.
Yo era una cría introvertida y muy dada a la fantasía. Lo de ser monja no me atraía lo más mínimo. En aquellos tiempos prefería ser pirata. Y lo de ser santa también molaba. Pero no tenía nada claro eso de tener que pasar previamente por toda clase de suplicios. En una ocasión, la hagiografía iba de una niña que buscaba la santidad metiéndose piedrecitas dentro de los zapatos y dedicando su sufrimiento al Altísimo. Hasta ahí llego- pensé yo. Ni corta ni perezosa introduje unas cuantas chinas de gravilla en cada uno de mis zapatos y me pegué toda la tarde con ellos puestos. Cuando volví a mi casa caminando con una gallina clueca, mi abuela, una mujer cabal y poco dada al misticismo, me preguntó qué me pasaba. Cuando lo conté, una de sus collejas pedagógicas me despejó la tontería. Allí acabó mi carrera a los altares. No estaba hecha para el martirio. Unos años más tarde cambié el gregoriano por los sex-pistols.
Todos estos recuerdos me han llegado de golpe por el tema de Rita Maestre. La imaginación, esa loca de la casa que decía santa Teresa de Ávila (otra que se las traía con eso del éxtasis extremo), se ha puesto en marcha. Y veo a la pobre Rita atada a un madero mientras una cuadrilla de inquisidores le dicen que ser puta o bollera no es cosa de alardear en los altares. ¿Perdón? ¡Qué ignorancia supina! ¿Les suena de algo, entre otras, Santa María Egipciaca?
El caso es que creo recordar que, el altar en cuestión, estaba dentro de las dependencias de una universidad pública que debe ser aconfesional por definición. Pero eso no parece relevante. Lo que no se discute, interpretando el escrito de la fiscalía, es que Rita Maestre y las demás activistas son una pandilla de putas y bolleras. O ambas cosas. ¡Unas brujas!- hubieran dicho sus predecesores antes de quemarlas en la hoguera.
Porque, vamos a ver, ¿dónde pone Altar Sagrado en el ordenamiento jurídico español? O me he perdido algo o esto parece más un tribunal eclesiástico juzgando un anatema. Unos pechos tan reivindicativamente femeninos solo pueden ser instrumento del demonio.
La imaginería católica clasifica en dos ramas a lo que consideran la sub-especie femenina: santas o putas. Si además eres bollera, (como delicadamente denomina el fiscal a las lesbianas) debes ser doble puta, por lo menos. En cuanto a los hombres son más laxos con sus pecadillos. Desde antes de Torquemada se les vio bien el plumero de que nos tienen tirria.
Yo quisiera decirle a la fiscalía, de parte de todas las putas, bolleras y aspirantes a santas, que su lenguaje no nos gusta. Al margen del presunto delito por el que se las juzga, Maestre y el resto de activistas no merecen ese desprecio misógino con olor a naftalina inquisitorial. Las mujeres somos algo más que putas, santas o bolleras. A veces, aún siendo las tres cosas (somos así de polifacéticas) también somos capaces de hacer cualquier cosa. Como defender que la universidad debe ser un área libre de humos religiosos. O de echarle bemoles. Como la activista de raza negra negra que alzó el puño en Suecia frente a una pandilla de tarados neonazis que marchaban escoltados por la policía. Plantar cara, caballero. Las mujeres estamos dispuestas a alcanzar la santidad a nuestra manera. Nos hemos puesto impertinentes. Ya lo dice el obispo de Alcalá, monseñor Reig Pla, que habría que quitarnos el derecho al voto porque las mujeres ya están pensando mucho. Y añade que el feminismo es un modelo de deconstrucción de la persona. Igualico que un Imán de un califato pero en versión celtíbera.
Como decía Aretha Franklin, solo queremos un poco de respeto. Y libertad para decidir ser santas, bolleras o putas (o las tres cosas y mil más) sin que se nos juzgue por ello.
DdA, XIII/3261
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