Antonio Aramayona
Estamos
hechos de tal forma que percibimos y valoramos el mundo y la vida
únicamente desde nuestra propia perspectiva. De ahí que ya escribiera
Protágoras, pensador coetáneo de Sócrates y Platón, “el ser humano es la
medida de todas las cosas”. Pero hoy no estoy para filosofar.
Hoy
quiero contar que me he despertado pronto; mejor dicho, me han despertado
pronto. Hoy quiero contar que nada más abrir los ojos una especie de
polichinela estaba sentado a los pies de mi cama. “Hola, me llamo Petrushka”, saludó, y sin aún dejar recobrarme de la sorpresa, prosiguió: “Vengo a contarte una historia universal, Antonio, la historia de lo que acontece al menos en un rinconcito del alma de cada ser humano”. “Vale, gracias, pero déjame hacerme antes un café”,
le pedí, a lo que Petrushka accedió sin reparo, aunque él prefirió una
taza de té verde. Y ni corto ni perezoso, inició su relato:
Hace más de un centenar de años, en una fiesta popular en
una plaza de San Petersburgo, un “mago” hizo que comenzaran a bailar en
un teatrillo tres muñecos: una bailarina, “el moro” y él mismo,
Petrushka. Lo que ni el mago ni la bailarina sospechaban era que él y el
moro estaban enamorados de la misma muchacha, de la bailarina, aunque
esta, de hecho, prefería al Moro. (A Petrushka se le humedecieron los ojos en ese momento, pero yo hice como que no me daba cuenta). Petrushka
no pudo evitarlo, y medio agredió al moro durante aquel baile, por lo
que se armó la marimorena entre tanta gente y tanto bullicio y se
suspendió el baile y la función.
Petrushka
me ha seguido contando que fue encerrado por el mago en su cuarto como
castigo, triste y sin comprender por qué había sido castigado
simplemente por demostrar sus sentimientos. Sin embargo, con gran
sorpresa por su parte, apareció la bailarina y a Petrushka le dio un
vuelco el corazón y le expresó su amor, pero, debido al anhelo y al
ansia que le embargaban, lo hizo con una cierta brusquedad, por lo que
la bailarina se marchó asustada de Petrushka, que quedó sumido en la
tristeza y la desesperación.
Para colmo Petrushka
escuchó después cómo bailaban y reían juntos la bailarina y el moro.
Petrushka irrumpió en la habitación del moro, protestó, desesperado,
pero el moro lo arrojó sin contemplaciones fuera de su estancia,
blandiendo su cimitarra.
Al mismo tiempo, reanudada la feria y la fiesta, la plaza estaba de nuevo llena de gente. Todo el mundo bailaba: las
niñeras, los campesinos, un oso, algunos gitanos, los cocheros que
aguardaban a sus señores... Por el escenario del mismo teatrillo salió
corriendo Petrushka, perseguido por el moro, que al poco tiempo lo mató
de un certero golpe de cimitarra. Al poco tiempo, un policía interrogó
al mago, que adujo en su descargo que no eran más que muñecos. El mago,
aliviado y ya libre de todo cargo, arrastró a Petrushka, aparentemente
solo un patético muñeco de paja
y serrín, para dejarlo tirado en cualquier rincón. Sin embargo, el
mago, espantado, vio en lo alto a Petrushka, haciéndole señas algo
burlescas, y haciéndole ver que seguía siendo mucho más que un muñeco.
Petrushka se levantó, y siempre con su mirada clavada en la mía, concluyó: “Todos
tenemos corazón, todos estamos enamorados e ilusionados por muchas más
cosas hermosas y valiosas de las que somos conscientes y los demás
suponen. Todos anhelamos y necesitamos querer y ser queridos. Nos
rebelamos contra que nos puedan tener solo por polichinelas sin rostro y
sin el corazón que siempre bulle dentro de nosotros. Por eso buscamos
ser felices cada día, a la vez que también sufrimos cada día y cada
noche. Hoy he bailado contigo y para ti, Antonio, te he convertido por
unas horas en mi mago. Si me lo permites, te ofrezco ser siempre mago
para ti, para que bailes y dances, por muy tullido que seas, hasta el
último día de tu vida. Hasta siempre, Antonio, mi polichinela”. Y se fue con una sonrisa, acompañada con un alegre tour en l’air.
DdA, XIII/3268
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