Jaime Richart
Sócrates
pasó su vida buscando "la verdad". Pero al parecer no la encontró. O
quizá sí. Pero fue, absurdamente, en las leyes del Estado que le habían condenado a tomar la cicuta por impiedad y por
haber pervertido a la juventud con su enseñanza. Ese, al menos, fue el
veredicto. Pues esa adhesión a las leyes del Estado declinando la ayuda que sus
amigos y carceleros le ofrecían para evitar la pena, no pudo ser si no
"la verdad", su verdad, que con tanto afán buscaba. Así es cómo la
grandeza y pureza de intenciones del hombre indagador de la verdad por excelencia,
cumplía con el trágico designio de la convicción bajo el
peso de su propia coherencia. Pero 2.415 años después (su muerte fue en 399
a. de C), frente a aquella loable actitud, visto lo visto en la vida, pensado
lo pensado, indagado lo indagado por mi cuenta y riesgo, ya puedo decir: ¡qué
inútil esfuerzo
y qué tiempo perdido
en buscar una ilusión sólo fruto del entramado artificioso
de la Lógica! El que los seres humanos,
para la antropología filosófica, prefieran la verdad a la falsedad, al error
o a la mentira, y la certeza a la duda, no es debido al natural estado de las
cosas sino al enredo, a la sofisticación y a la elaboración de lo que se llama
axiología. Pues en la Naturaleza no hay errores ni aciertos.
Desde luego
a Sócrates no se le ocurrió que el lenguaje es una manufactura de los hombres;
que desde el gruñido al lenguaje articulado sólo tuvo que haber un paso. Y
otro paso desde el lenguaje articulado hasta el lenguaje abstracto donde
supuestamente se encuentra la verdad. Por lo que, discerniendo con rigor, no
existe la verdad tal como se entiende.
Porque cuando
hablamos de la verdad, no nos referimos a la evidencia visual (que aun así
también puede ser tramposa): se derrumba una casa, ésa es "la verdad"; un maremoto se traga
una ciudad, ésa es "la verdad";
nuestra pareja nos es infiel, ésa es "la verdad"...). No. Cuando
hablamos de “la verdad” nos referimos a las verdades discursivas de las abstracciones
principales: dios, justicia, patria, ética, hipocresía, cinismo, lealtad,
honradez, honestidad, coherencia… y con los hechos sociales o personales,
generalmente vidriosos, y a sus causas cuyas conclusiones pertenecen mucho
más a la autosugestión, a la voluntad y de la intención, sean personales o
colectivas, que propiamente a la convicción o a la certeza.
Así es que no
me empeño, como se empeñó Sócrates...
Así es que como
obrero de mis pensamientos y constructor de mi lenguaje que soy, "mi
verdad" (por otra parte, tan vieja como la de quienes afirman otras cosas
y en todo caso lo contrario) es que vivimos en un mundo de ilusiones y de
construcciones mentales muy posterior a aquel anterior en el que todavía no
se habían elaborado ni el lenguaje ni el pensamiento abstracto; ése en el que
el individuo primero se había reconocido a sí mismo como algo diferente del
objeto que observaba y luego empieza a poner nombre a las cosas que maneja.
Es entonces, después de esos dos momentos, cuando irrumpen el lenguaje y el
pensamiento abstracto, y de su mano la noción de transcendencia, de mito y de
dios, y cuando a un tiempo se instalan los conceptos de verdad, conjetura y
duda. Y es desde entonces cuando "la verdad" es, lo que decide el
jefe de cada clan y luego el de cada tribu... y así, sucesivamente, hasta
llegar a lo convenido por grandes minorías.
Sin embargo,
ésta última no es "la verdad" que buscaba Sócrates. Sócrates
pretende descubrir lo que está fuera de ese entramado y más allá de la precisión que la
propia Lógica pretende. Pero entonces
eso no existe por sí mismo ni como cosa en sí. Por ello y por loable que fuese
su propósito, Sócrates no la encontró hasta dar
con el hecho de su propia y voluntaria muerte. Lo mismo que Heráclito, ese
filósofo griego que vivió en 544 a.dC, que sostenía que todo fluye, que una
persona no podía bañarse dos veces en el mismo río y que la virtud consiste en la subordinación del individuo a las leyes de una armonía razonable y universal, no la encontró hasta que
-según se dice- se arrojó al cráter de un
volcán para comprobar por sí mismo la
certidumbre de sus propias teorías.
No conduce a
nada pues, ir al encuentro de "la verdad", esa clase de verdad a la
que me refiero. Existen sólo reflejos de "la
verdad", sombras, como las de la caverna platónica; todo lo más,
aproximaciones a la verdad, tanto en la vida pública como en el ansia por
desentrañar la transcendencia. De la verdad sólo vale lo que no interesa: el
hecho desnudo, no con sus causas. Salvo que, como antes dije, por “verdad”
tengamos al consenso de concilios, academias, institutos, Estados y fuerzas
vivas o en la sombra a lo largo de los tiempos, a lo largo de los anchos espacios
que distinguimos en este planeta y a lo largo de tan numerosas y tan variadas y diferentes
culturas.
DdA, XIII/3269
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