Esteban Ordóñez
A Antonio Cañizares, arzobispo de Valencia, morao de España, le atacan los defensores del imperio gay y la ideología de género. A él, el pobre, sólo porque pretende desfibrilar
a Franco con cada una de sus declaraciones. Por descontado, él es un
cura de los que creen que Dios hizo su túnica con la bandera patria, y
por eso mantuvo los símbolos de la dictadura en las iglesias
valencianas.
Se lamenta con su cara redonda, como de hostia, pero
no una hostia flaca tipo oblea como las que se reparten a las
feligresas, sino como uno de esos panazos blancos que se comen los
sacerdotes luego, entre bambalinas, metiendo el brazo hasta el codo en
la miga. Ya se sabe que el Espíritu Santo adora las caras pálidas y
tiernas como glúteos.
Cañizares es un cura de los buenos, de los que encarna
la filosofía del Sacerdocio Fláccido. Esta facción eclesiástica se
comprende bien si se compara con tipos como el padre Ángel o con otros
misioneros perennes. Cada cura es el reflejo de sus obras y de los
templos que comanda. El padre Ángel ronquea en ciertos puntos; su frente
tirita y se arruga con honestidad; tiene una sonrisa fácil de dientes
despistados y su voz sufre las crepitaciones y dudas de una mala
megafonía. Y lo más importante: pueden adivinarse los huesos que
sostienen su carne. En cambio, como representante del Sacerdocio
Fláccido, Cañizares parece un mazapán a la sombra: voz con ecos de
columna salomónica que despliega la misma suavidad que su capa de 500
metros. Esto sugiere que no ha necesitado gritar para que se le escuche,
y que sólo lo ha hecho por capricho, muy de tarde en tarde. Recorre su
estampa una pátina fría. A lo que más aspiran estos curas es a
convertirse en estatuas algún día porque para ellos nada tiene tanta
razón como una piedra.
Posee una barbilla doble, como mandó Jesucristo, y
unas mejillas gruesas que tiemblan mucho con el Antiguo Testamento. Sus
lecturas y homilías suenan con esa cadencia musical perezosa que resulta
inevitable porque, de tanto repetir la misma monserga, las palabras
acaban perdiendo sentido. En este absurdo todas las palabras se igualan:
lo mismo le daría decir Dios que decir estreptococo.
A pesar de todo, su escenificación de la santidad está
bien. Se esfuerza mucho en que se le iluminen los ojos y, a veces, nos
sorprende a final de frase con una mueca jubilosa, convencida de estar
iluminando al personal e inundando de fe el alma de los incrédulos. Eso
cree él, y tiene parte de razón: escuchando a Cañizares el ateo
descubre, atónito, que el verbo se hizo carne, pero carne en salsa.
Igualmente, se proyecta al reino de Dios cuando junta
las manos para orar y su nariz aspira con devoción. No obstante, una
canallería perceptible en la boca se suma a sus orejas avispadas para
configurarle una expresión de chiste reprimido.
Cañizares no se mete en política, por eso mandó a las
iglesias de su dominio a orar por la unidad de España antes de las
elecciones catalanas. Cree que la Historia pertenece a la Iglesia y,
como es suya, se la inventa a conveniencia para condenar el
independentismo o la inmigración, señalando siempre, de reojo, las
puertas del infierno. Si le preguntan por la pederastia en la Iglesia,
sale con que el aborto es más grave; si le piden opinión sobre los
refugiados, dice que no son trigo limpio, los acusa de ser un caballo de
Troya en Europa y habla del aborto.
Por supuesto, Cañizares sigue los cánones democráticos
de la institución católica: amenaza a la sociedad con la condena
eterna, tacha de cancerígenas condiciones de vida como la
transexualidad, acusa a las feministas de ir contra la ecología; pero si
alguien critica a la Iglesia, se revuelca por el suelo llamando al
árbitro.
El imperio gay mariposea para atacar a la Dios, eso lo
sabe todo el mundo. La mariconería masona es tan poderosa que apenas
recibe ya palizas por la calle. Ideológicamente hablando, la Iglesia
reparte latigazos con alegría, pero si alguien le intercepta el látigo,
se siente atacada, perseguida y clama por su libertad y habla de la
Guerra Civil y del aborto.
El rechazo que produce la homosexualidad y la
ideología de género en este hombre no es cosa sana; se rumorea que, un
día, al paso de un par de lesbianas perroflautas, se tiró, por purita
ansiedad, a comerse su anillo cardenalicio, enajenado, pensándose que
era un Ferrero Rocher.
CTXT DdA, XIII/3280
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