Antonio Aramayona
Johannes y
Ludwig llevan varios días en mi casa con gran alegría por mi parte. Hoy la
Royal Philharmonic Orchestra, bajo la dirección/violín de Pinchas Zukerman,
interpreta la Sinfonía nº 4 del primero (Brahms, de apellido) y el Concierto
para violín en Re del segundo (apellidado van Beethoven). Hoy iré al Auditorio
a escucharles con la emoción y la pasión de siempre. De momento, siguen
durmiendo en sus respectivos cuartos, pues no quiero despertarles aún con el ajetreo
que van a tener esta tarde.
Ayer, al
atardecer, Ludwig y yo estábamos comentando el miserable revuelo que ha
levantado una carta de Rajoy dirigida
al presidente de la Comisión Europea, Juncker, donde manifiesta su disposición
a “adoptar nuevas medidas”. Una sarta de mentecatos
hipócritas ha puesto el grito en el cielo por el anuncio de nuevos recortes (o
ajustes o medidas, o como sea la seda con que pretendan vestir a la mona). Lo
sabíamos todos desde hace meses, incluso los que no tenemos conocimientos de
economía. La carta de Juncker ha ocasionado aspavientos y desgarros de
vestiduras a fin de alarmar/alertar a la ciudadanía, tratada una vez más como
idiota. Especiales aspavientos desde el PSOE, promotor con el PP de la reforma
del artículo 135 de la Constitución que ahora nos acarrea todos estos lodos.
Ludwig me
escuchaba atenta y pacientemente. Cuando terminé, me contó que hubo una época
en Europa en la que Napoleón fue un verdadero ídolo entre los círculos
progresistas. Más aún, su Tercera Sinfonía, La Heroica, estaba compuesta “en
memoria de un gran hombre”, Napoleón. Sin embargo, cuando
se declaró a sí mismo Emperador, Ludwig se enfureció y borró violentamente el
nombre de Napoleón de la primera página de la partitura. “Mi indignación
continuó, pero no podía consentirlo. Seguramente, estaría cabreado sobre todo
conmigo mismo, por ingenuo”, concluyó, riendo sonoramente. “O sea, nada nuevo
bajo el sol, Antonio...”.
Ludwig
no
era ni sigue siendo neutral y apático. Cuando le pregunto por la
veracidad de
la anécdota, se encogió de hombros y sonrió pícaramente. “Dejémoslo
entre la
leyenda y la realidad, Antonio”, dijo finalmente. El hecho es que en el
verano
de 1828 se conocieron Goethe y él. ¡Casi nada! Ambos paseaban por la
alameda de
un balneario, cuando de pronto apareció frente a ellos la emperatriz
María Luisa de Austria-Este rodeada de su familia y la corte. Se cuenta
que Goethe, al
verlos, se hizo a un lado y se quitó el sombrero. En cambio, Beethoven
se lo
caló todavía más y siguió su camino sin reducir el paso, haciendo que
los
nobles se hicieran a un lado para saludar. Cuando estuvieron ya a cierta
distancia Ludwig se detuvo para esperar a Goethe y decirle lo que
pensaba de su
comportamiento “de lacayo”. “Bueno, pero ¿ocurrió o no ocurrió realmente
esa
anécdota?”, insistí. “Seguro que esta tarde te emocionarás, como
siempre, en el
Primer Movimiento de mi Concierto para violín”, respondió Ludwig.
Entendí su
mensaje.
Se acaban
de levantar. No desayunan, se están escuchando a sí mismos en el Spotify. Esta
tarde será nuestro gran encuentro.
DdA, XIII/3276
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