Antonio Aramayona
Hoy está
conmigo Pedro Abelardo (en su tarjeta de visita constan también sus nombres de
Pierre Abélard y Petrus Abelardus). Ha venido a mi casa sin otra pretensión que estar conmigo. Recuerdo la
avidez juvenil con que leí una de sus obras: Sic et non, presentación de 158 cuestiones aparentemente
contradictorias sobre una misma cosa, que le hicieron ser un genial estudioso
de la lógica ya en el primer medioevo intelectualmente digno.
Se ha acercado
a mi mesa, mientras tecleo ante el ordenador, y me entrega, cuidadosamente
dedicado, su libro Historia Calamitatum,
la historia de las calamidades que le fueron aconteciendo a lo largo de su
vida. Le miro con admiración y sobre todo mucha gratitud. Y él lo nota.
¡Con cuánta
pasión se dedicó a la enseñanza de la filosofía de su tiempo, de la lógica y la
dialéctica en diversas escuelas episcopales y palatinas, sobre todo en París (precursoras
de las universidades)! Apasionaba, casi seducía, a sus alumnos y a los de otras
escuelas y maestros doctores, con la consiguiente envidia de sus competidores.
“Sí, sí”, corrobora Abelardo, “procuraba vivir y enseñar apasionadamente,
Antonio”.
Y a principios
del siglo XII, concretamente en 1115, conoció a Eloísa, a la que amó con todas
sus fuerzas. Era sobrina de un canónigo de la Catedral de París, Fulberto, que
le confió su educación. Y pronto se enamoraron y se hicieron ardientes amantes.
En 1119 tuvieron un hijo, Astrolabio (bella ocurrencia, un
antiguo instrumento de navegación usado para orientarse que permite determinar
la altura de un astro y deducir, según esta, la hora y la latitud). Se casaron
entre no pocas dificultades, Eloísa se medio ocultó en un monasterio y una
noche, traicionado por su criado, Abelardo fue castrado por el canónigo Fulberto
y otros secuaces, que habían entrado furtivamente en su habitación.
Abelardo
rompió a llorar entonces ante mis ojos y yo guardé silencio todo el tiempo que
él necesitó.
Abelardo
superó el trauma del mejor modo posible y volvió a enseñar apasionadamente
filosofía, dialéctica y lógica. Murió en 1142 y esperó 22 años hasta que Eloísa
fue enterrada junto a él. Ahora ambos están juntos en una
misma tumba en el cementerio parisino de Père-Lachaise.
Abelardo tiene
ahora una gran sonrisa que ilumina su cara y su alma. Y entonces vuelo con él
por la ionosfera, lleno de luz y de apasionada esperanza.
Sic et
non. Yin y Yang. Dualidad necesaria de la vida. Abelardo, todo amor y pasión
que conllevan desventura. Sufrimiento indeseado, pero inevitable. Conocer abre
al dolor. Desconocer lleva al posible apartamiento. Lágrimas y abrazos.
Principio y final que llevan al principio del final de otro principio. Canciones y poemas para Eloísa que no han
sobrevivido al tiempo. Tiempo como hoy en que sigue alumbrando en los ojos de
Abelardo apasionadamente su amor a Eloísa.
Su
sobrenombre era “Golía” (“Golía Abelardo”) y ha dado nombre a un movimiento
principalmente universitario y estudiantil (Goliardía), sobre todo en Italia y
Suiza. Así viene asociado su nombre a la necesidad de que el estudio vaya unido
siempre el gusto del saber, pero también al gusto por la transgresión, la búsqueda de la ironía y
el placer de la compañía y de la aventura.
“¿Por qué
no escuchamos juntos ahora Liebestod del Tristan e Isolda de Wagner, Antonio?”,
me pide Pedro Abelardo. “Claro, amigo mío”, accedo, gustoso. “Mild und leise,
wie er lächelt” (suave y apacible mientras sonríe…). “Liebestod” (muerte de
amor). Es una de las canciones más bellas sobre el amor y la muerte, ¿no crees,
Abelardo?” “Sí, es verdad”, responde, “¡me gusta tanto cada vez que la escuchas
y así también yo la puedo escuchar contigo..!”.
DdA, XIII/3275
No hay comentarios:
Publicar un comentario