Antonio Aramayona
No he seguido –no he querido seguir- las dos sesiones de investidura de Pedro Sánchez como candidato a firmar gobierno del Reino de España, salvo lo que se me ha ido colando en algún telediario o emisora de radio. Sabía de antemano lo que unos y otros iban a decir y votar, con su mente puesta en unas probables nuevas elecciones. Y es que están mis rodamientos tan desgastados con tanto trasiego fofo en la Corralpolitik de Españistán que ya no me restan energías para escucharles y atenderles.
No he seguido –no he querido seguir- las dos sesiones de investidura de Pedro Sánchez como candidato a firmar gobierno del Reino de España, salvo lo que se me ha ido colando en algún telediario o emisora de radio. Sabía de antemano lo que unos y otros iban a decir y votar, con su mente puesta en unas probables nuevas elecciones. Y es que están mis rodamientos tan desgastados con tanto trasiego fofo en la Corralpolitik de Españistán que ya no me restan energías para escucharles y atenderles.
¿Por qué Corralpolitik? Nuestros recién
estrenados diputados y diputadas padecen de onfaloscopia aguda (del griego ónfalos, ombligo, y skopia, mirar), dolencia que lleva a no mirar más allá del propio
ombligo. Cuentan que hacia el siglo VI de nuestra era, unos monjes orientales (hesicastas,
del juego hesicasmía, quietud,
silencio, paz) se fueron al desierto a rezar y encontrar la salvación de sus
almas. Algunos de ellos practicaban la onfaloscopia, el método de oración por
el que, absortos en la contemplación de
su propio ombligo, buscaban alcanzar el conocimiento pleno y su unión con la
divinidad. Habitualmente, pero sobre todo durante los pasados 1 y 2 de marzo,
nuestros parlamentarios se ejercitaron intensamente en el método onfaloscópico
de hacer/deshacer política (?).
Sin embargo, nuestros parlamentarios no
son más responsables que cualquiera de nosotros en su contemplación
onfaloscópica del mundo. De hecho, en cuanto se enciende la primera lucecilla
de conciencia en nuestras mentes, ya estamos metidos en una “macro-cinta-transportadora”
que nos lleva por las autovías de nuestra cultura, nuestra sociedad y nuestros
reglamentos, y que solemos llamar “sistema” (adornado con algunos calificativos
políticamente correctos: “democrático”, “de libertades”, “de mercado”, “de
bienestar”, etc.). Fuera del sistema, no solo no hay salvación, sino que ni
siquiera existe el mundo (salvo el submundo, el subterráneo, el “tercero”, que
aparece en nuestras pantallas solo cuando ocurre algún cataclismo o alguna
catástrofe).
En efecto, fuera del sistema solo hay
caos y por eso dicen que quien se opone al sistema no muestra otro sistema nuevo,
sino que es simplemente un “antisistema”. El sistema está sujeto a la
globalización, pero solo nos quejamos de él si el patrón lleva la empresa a otros
rincones remotos del sistema, y, en cambio, nos gusta si podemos comprar
camisetas, deportivas, móviles y demás cachivaches más barato. Si quienes los
fabrican trabajan catorce horas diarias, en condiciones insalubres y por cuatro
dólares, ya nos importa poco o nada. De hecho, nos importa ante todo que
nuestra macro-cinta-transportadora este siempre bien engrasada, que nuestro
sistema no sufra quebranto, que nuestro corral (finalmente, “corral” y “sistema”
son sinónimos) sea confortable.
Personalmente, cada vez me siento más
incómodo en ese corral, en “el sistema”, aunque, de hecho, sea mucho menos
“antisistema” de lo que quisiera y quizá debiera, pero sobre todo estoy
convencido de que el sistema es –rememorando algunos carteles del 15-M-
“anti-nosotros”, “anti-yo-mismo”. Todo es corral, todo ha sido corral, en el
corral y desde el corral en la pasada sesión de investidura de Pedro Sánchez.
Desde el primer partido político hasta el último sus críticas e intervenciones
en política económica, social, cultural, etc.
fueron “corraleras”.
Mientras hablaban, yo leía el
excelente libro de Martín Caparrós “El
Hambre” (Anagrama), que me fustigaba, recordándome que 800-900 millones de
personas pasan hambre cada día, cada 5 segundos un niño menor de 10 años muere
de hambre, la agricultura mundial podría alimentar en la actualidad a 12.000
millones de personas (el doble de la población mundial actual), cada día se
mueren 25.000 personas por causas relacionados con el hambre, cada medio minuto
mueren de hambre entre 8 y 10 personas…
En un descanso, me informé de que cada
sesión de investidura ha durado, aproximadamente, unas diez horas. O sea,
veinte horas para que Sánchez recibiera el NO de la Cámara. Es decir, 10.000
muertos por hambre por sesión. Esto es, 20.000 muertos por hambre, en las dos
sesiones. En otras palabras, medio millón de refugiados sirios en territorio
europeo sin techo y sin acogida alguna. Dicho de otra manera, 4 millones de
refugiados sirios más en otros países. En otros términos, la UE mira hacia otro
lado y se lava las manos dando 3.000 millones de euros a Turquía para que haga
de muro de contención. En román paladino, durante la sesión de investidura del 1 y 2 de marzo, de todo esto y de mucho
más (todo ello inexistente, por ser del submundo, del tercero, del exterior al
sistema), NI UNA PALABRA.
Un hombre tan honorable como Jean Ziegler,
relator especial de la ONU para el Derecho
a la Alimentación entre 2000 y 2008, y actualmente vicepresidente del Comité
Asesor del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas, escribe: “Un chico que muere de hambre es un chico asesinado” (Destrucción
masiva, Península, 2012). ¿Quiénes son los asesinos? ¿También quienes vivimos
en el corral de Españistán?
Y
Martín Caparrós exclama: “¿Cómo carajo
conseguimos vivir sabiendo que pasan estas cosas”.
Escucho la silenciosa marcha circular
(círculo vicioso) de la macro-cinta- transportadora, la triunfante fanfarria de
los medios adictos al sistema, los “síes” y los “noes” de sus señorías, el
llanto del niño que se consume poco antes de morir, el silencio de los ya muertos,
sobre todo de todos esos muertos que han muerto mientras yo he estado
escribiendo este artículo.
DdA, XII/3232
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