Jacint Torrents Puig
Me da la impresión de que, desde la Creación, no andamos muy bien, me dijo
el pesimista militante, sentado a mi lado en un banco de la plaza. A estas
alturas los seres humanos ya deberíamos ser mejores. La paz, el orden y la
justicia deberían prevalecer en la sociedad. Y, en cambio, todo es un guirigay
enorme. Parece que vamos directos al caos. Ciertamente, sabemos de dónde venimos
―del Big Bang, del polvo de las estrellas, de la evolución del mono―, pero no
sabemos hacia dónde vamos, ni hasta dónde nos harán llegar. Y, encima, no
llueve.
Hombre, le dije yo ―que soy un optimista melancólico―, nuestro lugar en el
cosmos es como el edificio de una comunidad de vecinos que ya tiene una cierta
historia y muchas estructuras oxidadas. Hay que efectuar reformas a fondo.
¿Y si lo derribáramos todo a fin de empezar de nuevo?, me insinuó.
Quizás sí, le dije, pero siempre que respetáramos los cimientos. Los
fundamentos ya están, y son sólidos: tenemos las humanidades, el arte, los
derechos del hombre, la aspirina, los códigos deontológicos, las grandes
religiones, patrimonios de la humanidad a diestra y siniestra...
¡Por favor! Pero, ¡qué dice usted! ¿Acaso no se ha parado a pensar que, exactamente
con estos fundamentos, hemos tenido las grandes guerras mundiales, el nazismo y
el comunismo, los imperios de occidente y las nefastas colonizaciones sobre el
hemisferio sur, el exterminio de tantos pueblos, lenguas y tradiciones, la
erosión destructiva de nuestro planeta...? ¡Unos cimientos que dan pena!
¡Cállese, cállese!, intenté calmarlo. No me negará usted que con san
Francisco de Asís, Shakespeare, Bach, Van Gogh y Gandhi, por citar sólo a unos
cuantos, podríamos orientar de nuevo a esta humanidad ambivalente. Hay valores,
ideales y personas que nos pueden ayudar a enderezarlo todo.
Créame, no hay nada que hacer, insistió. La cultura, el arte, los grandes
ideales, los mismos evangelios... han quedado a menudo ahogados por la ambición
de poder y de dinero de una pandilla de cretinos y mediocres que embelesan a las
masas y nos convierten en imbéciles. De esos que me ha nombrado dentro de nada
ni nos acordaremos.
Así pues, sugerí, tal vez tenía razón el filósofo Martin Heidegger, cuando,
quizás arrepentido de sus simpatías con el nazismo, y decepcionado de no
encontrar soluciones, afirmó: «Tan sólo un Dios puede aún salvarnos. Nos queda
la única posibilidad de prepararnos, con el pensamiento y la poesía, para la
epifanía de Dios o para su ausencia en el atardecer; ante la ausencia de Dios
desaparecemos».
¿Dios?, me dijo, si ni está, ni se le espera... Y permanecimos en silencio,
sentados en el banco, compartiendo las primeras gotas ―al fin― de un día de
lluvia.
L´actual DdA, XII/3234
No hay comentarios:
Publicar un comentario