Raúl Solís
Soy
hijo de una mujer que con nueve años empezó a limpiar suelos en casa de
unos señoritos de mi pueblo. Esa mujer ahora tiene 72 años. Creció sin
padre en una España enlutada y de silencio en la que las mujeres que
fregaban suelos no trabajaban, servían. “Yo de chica servía”, ha dicho
mi madre en más de una ocasión.
Servir significaba lo que significaba. Trabajar mucho, quejarse poco,
ganar menos todavía y aceptar que tu nivel social y expectativas de
futuro estaban a la altura del suelo al que te arrodillabas para fregar a
mano, por donde, una vez limpio, desfilarían los zapatos finos y
elegantes de quienes pensaban que nacer pobre era un castigo divino
porque ellos, su fortuna y bienestar, era lo que se merecían.
En su sociedad de perdedores y ganadores, el trozo de bacalao diario
con el que le pagaban a mi madre por servirles era lo más a lo que podía
aspirar una pobre desgraciada, hija de perdedores de la guerra civil y
analfabeta. Pero aquella pobre y analfabeta mujer, de la Extremadura de
posguerra, contra todo pronóstico no olvidaría jamás su memoria ni
perdería la dignidad. Yo, su hijo, tampoco lo olvidaré nunca.
Aquella dignidad de mi madre consiguió que, harta de que le pagaran
en “trocitos de bacalao” en lugar de dinero, un día se ‘jartara’ y les
tirara en señal de desprecio el bacalao a los señoritos, que era el
salario que le daban a mi madre a cambio de perder toda su adolescencia
tirada en el suelo de rodillas para que ellos pudieran lucir estatus.
Esa mujer, mi madre, antes había acarreado cubos de agua de la fuente
pública a casa de los señoritos, los abuelos y padres ideológicos de los
que hoy creen que Ada Colau “tendría que estar limpiando suelos”.
En el intento de insulto de la derecha cañí a Ada Colau más que
insulto a la alcaldesa de Barcelona, lo que se esconde es el arsenal de
desprecio y rabia que tienen y han tenido por las personas trabajadoras,
a las que el máximo nivel que les permitían ocupar era el del suelo, de
rodillas frente a su insaciable voracidad y odio por la gente sencilla.
En la gala de los Goya también insultaron a Pablo Iglesias y a
Alberto Garzón porque “parecen dos camareros”, como si ser camarero
fuera el escalafón más bajo de su sociedad clasista en la que nacer en
una cuna pobre bastaría para que toda la vida estuvieras de rodilla. No
insultaron a Pablo Iglesias y a Alberto Garzón, sino que mostraron todo
el odio que les sangra por la gente que les pone los cafés por la
mañana.
Hoy, aquellos hijos y nietos de las mujeres que le fregaron los
suelos a los abuelos y padres de la derecha española, andamos por la
calle con la misma dignidad con la que mi madre les lanzó el bacalao a
los señoritos que se negaban a pagarle el jornal que merecía. Somos los
hijos e hijas y nietos y nietas de las mujeres que les han fregado los
suelos, pero somos algo más.
Además de títulos universitarios y ser hijos e hijas de la
universidad pública que ahora quieren privatizar para que volvamos a
estar a la altura del estropajo que usaba mi madre para fregar el suelo,
sabemos de dónde venimos. Somos el símbolo más evidente de su derrota,
los podemos mirar a los ojos y hasta ocupar los sillones de alcaldes,
ministros y diputados en los que ellos se sentaban por la gracia de
Dios. Y lo que es peor, tenemos memoria.
DdA, XII/3241
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