Ana Cuevas
Soraya era una
joven de 37 años, trabajadora y madre de un niño pequeño, dueña de una
sonrisa que irradiaba luz a su alrededor. Como casi todo el mundo,
Soraya buscaba amar y ser amada. Pero se topó con un psicópata que
confundía el amor con la posesión y el sometimiento. Le bastaron unas
pocas semanas para detectar en él comportamientos alarmantes y decidió
romper la relación. Es lo que todo el mundo nos dice que debemos hacer
cuando nuestra pareja desarrolla unas características similares. Y ella
lo hizo. La reacción del individuo fue una explosión de ira y
frustración que le condujo a mantener a Soraya y a su hijo secuestrados a
punta de pistola durante seis angustiosas horas. "Voy a mandar a tu madre a un sitio del que jamás podrá regresar", sentenció
el agresor dirigiéndose al niño de seis años. Nos dicen que debemos
denunciar hechos parecidos y pedir protección. Y ella lo hizo. Unos días
más tarde Soraya fue asesinada a tiros en su puesto de trabajo.
El
crimen del que fue víctima es la crónica de una muerte anunciada. Su
ejecutor había manifestado con hechos y palabras su firme intención de
enviarla a un viaje eterno del que no podría regresar. Soraya hizo todo
lo que los manuales recomiendan en estos casos pero nadie la estaba
protegiendo cuando ocurrieron estos hechos. La policía había
interpretado que el riesgo era mínimo y que bastaba con una orden de
alejamiento. Una orden cuyo cumplimiento no iba a ser vigilado por nadie
en absoluto.
El
sindicato unificado de policía denuncia que la unidad de prevención y
protección a las víctimas de la violencia machista ha perdido nueve de
los diecisiete agentes que la integraban en Zaragoza. Al parecer, pese a
las vergonzosas cifras de mujeres asesinadas a manos de sus parejas o
ex-parejas, algún gerifalte entendía que dedicar fondos y efectivos a
este asunto era tirar el dinero. Y decidió recortar sin considerar que,
al hacerlo, estaba recortando las posibilidades de supervivencia de
Soraya y de otras mujeres que se hayan en la misma situación.
El
delegado del gobierno en Aragón, el "señor" Gustavo Alcalde, hizo unas
sorprendentes declaraciones culpabilizando a la víctima. En su opinión,
era la propia Soraya quien debía haber avisado de que existía un riesgo
real de que el malnacido homicida pudiera viajar 400 kilómetros para
cumplir con su profecía. Con un doble salto mortal y pirueta moral, la
carga de la culpa recayó sobre Soraya por no prever su propio asesinato.
Gustavo Alcalde (que cuenta con escolta personal y pone querellas
criminales y órdenes de alejamiento a un profesor paralítico que reclama
pacíficamente el fin de la ley mordaza porque se siente amenazado por
el filo de sus cartulinas) dice que se interpretaron mal sus palabras.
Sin embargo, no da lugar a ninguna mala interpretación por el
desafortunado comentario de una diputada de Podemos que utilizó, con
poco tino, una comparativa con el asesinato de Miguel Ángel Blanco. "Podemos no tiene pudor en pactar con quienes asesinaron a Miguel Ángel Blanco"-
ha manifestado el delegado para zanjar el asunto. De nada sirvieron las
disculpas de la diputada ni que asegurara haber condenado en su momento
el asesinato del joven concejal. El ventilador de la mierda se había
puesto en marcha frente a las peticiones de dimisión que todos los
grupos parlamentarios aragoneses, excepto PP y PAR, estaban reclamando.
Por cierto don Gustavo: ¿No son los mismos asesinos a los que su, otrora
líder ideológico señor Aznar, definió como gudaris del Movimiento Vasco
de Liberación y con los que reconoció haber negociado? ¡Ah pero la
diferencia está en que Aznar no era de Podemos! Para ser tan buen
cristiano se ha olvidado del capítulo del evangelio que habla de la paja
en el ojo ajeno y la viga en el propio.
Al
final, pese al ruido de sables y los lapsus lingüísticos, la realidad
es que Soraya ha sido asesinada y podría haberse evitado. Como en el
viejo refrán: Entre todos la mataron y ella solita murió. Soraya, igual
que los ruiseñores, no tuvo mayor pecado que derramar su corazón. Un
cazador sin escrúpulos decidió que era mejor derramar su sangre. Una
sangre que mancha de responsabilidad a alguien más que a su asesino
material. ¿Cómo explicárselo a su hijo, a su familia?¿Cómo decirles que
su sangre no la redime de la culpa?
Señor
delegado, no existe mayor pecado que matar a un ruiseñor. Pero no
tratar de impedir su muerte también es una falta grave. No se si a usted
le bastará con la confesión. Pero los que no somos tan creyentes
preferimos su dimisión porque nos importa más la seguridad de las
mujeres amenazadas que la salvación de su alma inmortal. Sinceramente.
DdA, XII/3225
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