Ana Cuevas
Cuando era niña mi padre me
llevó al "Tragachicos". Se trataba de una atracción que se montaba en
Zaragoza para la fiestas del Pilar. Un gigantesco baturro por cuya boca
era engullida la chiquillería y del que, tras deslizarse por un tobogán
que estaba dentro de su estructura, salían alborozados los pequeños
valientes que no temían atravesar las tripas del titán con cachirulo.
Pese a que mi progenitor insistía en la inocuidad del artefacto y en la
diversión que me perdía, nunca consentí en aventurarme a viajar por su
interior. ¿Y si decidía no expulsarme? ¿Qué pasaría si me quedaba
atrapada ahí adentro para siempre? ¿Me buscaría mi familia en sus
entrañas? Y aunque lo hicieran, ¿lograrían encontrarme o asumirían
mi desaparición como quién pierde un paraguas en un día soleado?.
Por
si las moscas, me negué tozudamente a hacer la prueba ignorando las
garantías de que nunca había sucedido tal cosa. Pero, en mi caso, nada
ni nadie me obligaba a pasar por ese trance. Pude escoger y elegí
quedarme agarrada fuertemente a la mano de mi padre. A salvo de los
imaginarios peligros que ocultaba esa enorme panza de cartón.
Casi
había olvidado ese episodio hasta hace poco. Hasta que en la
actualidad, en la Europa de los derechos y las garantías, 10.000 niños
han sido devorados, borrados de la faz de la tierra, volatizados como
fuegos fatuos delante de nuestras civilizadas y democráticas narices. Y
la imagen del "Tragachicos" vuelve a tomar cuerpo en mi cabeza. 10.000
niños desaparecidos. ¿Cómo han podido perderse? ¿Nadie los busca?
¿Qué clase de monstruos habitamos estas tierras?
Hay
que decir que hablamos de niños pobres, inmigrantes a golpe de bombas y
carnicerías, que no tuvieron opción de quedarse agarrados a las manos
de sus padres. De algunos, ya sabemos su destino. Aparecieron flotando
en nuestras costas. Diminutos cadáveres que consiguieron conmovernos un
segundo mientras sorbíamos la sopa a la hora del informativo. Pero eso
fueron solo los primeros. Aún tenían nombre. Luego las olas nos fueron
arrojando muchos más. Tantos que ya no parecían muertecitos reales sino
frías estadísticas de ojos vidriosos y esperanzas rotas. Nada de nada.
Pero
al menos podemos ver sus cuerpecitos. Ahogados eso sí, por la
indiferencia de una Europa caníbal que criminaliza a quienes intentan
ayudarles. Como esos bomberos españoles que se juegan la vida por no
tragarse la conciencia. Héroes en un mundo miserable que no perdona la
solidaridad y cierra las murallas a los inocentes. De los demás se
desconoce su destino. Entraron solos en Europa. Niñas y niños
desaparecidos en Suecia, en Italia... evaporados a miles. Según la
Europol, víctimas de la trata sexual, del tráfico de órganos, de la
esclavitud en talleres clandestinos o de adopciones fraudulentas.
Desaparecidos en las fauces de ogros contemporáneos que engordan sus
repugnantes panzas con sus tiernas carnes infantiles.
En
Suecia, hordas de encapuchados (blancos, rubios, instruidos) promueven
la caza de menores inmigrantes. En Dinamarca se les despoja de cualquier
objeto de valor con la excusa de contribuir a su manutención. De nada
sirve esa cultura nórdica, referente de una sociedad civilizada. La
sangre de los saqueadores vikingos aflora por sus venas. Deportaciones
masivas. ¿A quién importa la seguridad y el futuro de esos niños de piel
oscura y una alforja cargada de todos los horrores? No son como los
nuestros. Ni siquiera alcanzan la categoría de mascotas. Si
desaparecieran nuestros perros y gatos por un sumidero intentaríamos
buscarlos removiendo cielo y tierra. Pero estos 10.000 niños
esfumados apenas llegan a los titulares de la prensa.
El
"Tragachicos" europeo no lleva cachirulo ni alpargatas de cáñamo. Viste
con finos paños y corbatas de seda. También come niños. Pero esos
pequeños jamás regresan. Se quedan atrapados para siempre entre los
engranajes putrefactos de la vieja Europa. Como en los cuentos de
Andersen, en esa versión gore y realista que nunca contamos a nuestros
hijos para que no se desvelen en su sueño. Quizás se los llevó un
flautista o un proxeneta aprovechándose de su indefensión y su orfandad.
Sabiendo, a ciencia cierta, que nadie los busca. Que a nadie
importan.¡Qué asco y qué vergüenza formar parte de esta Europa!
DdA, XII/3201
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