Una
lágrima negra se desliza en la mejilla. Una rara perla sin valor que
nace con la misma espontaneidad que se evapora. Suspendida de una soga
de tristeza que parte de un bulbo raquídeo agotado de intentar
sobrevivir a la ejecución de la alegría.
Mi
gato negro se acurruca en el regazo. Mi perra negra clava su limpia
mirada en mi mirada. Es una comunión auténtica en la que sobran las
palabras y, por ende, las mentiras. En el siglo VI a. de C. hubo un
poeta griego llamado Epiménides que aseguraba haber pasado cincuenta y
siete años durmiendo. Plutarco corrigió al embusterillo afirmando que
solo fueron cincuenta. A mí me sucede algo parecido. Llevo más de medio
siglo sumida en un profundo sueño del que no consigo despertar. Un sueño
tiznado de negras pesadillas que cabalgan a lomo de proposiciones
necias y falsas premisas. Epiménides acusaba a los cretenses de ser
unos mentirosos. La paradoja es que, el propio Epiménides, era un
cretense. ¿Debíamos creer entonces sus palabras?. Si algo define a un
mentiroso es que siempre hace aseveraciones falsas. Pero... ¿Dónde se
esconde la verdad? ¿Acaso existe?
A
la verdad le sobran los sofismas, los guarismos, los silogismos
envenenados en origen. La verdad se abre paso en el emocionado abrazo de
tus hijos, en los labios carnales que mordisquean los amantes, en el
gozo indescriptible de un bebé que se ríe ante las enajenadas muecas de
un adulto. Intentamos traducir con adjetivos o grandilocuentes frases el
sentimiento que nos producen los acontecimientos cotidianos. Convencer
al prójimo de que somos poseedores de la única realidad aunque ni
nosotros mismos la creamos. Monos irracionales y tramposos. Prepotentes
homínidos parlantes .
Desde
la estrella negra en la que yazco me llegan aldabonazos de miseria.
Un planeta hostil con tendencias autofágitas abre su imaginaria boca
para soltar un grito desgarrado. Millones de seres y de especies
sobreviven como pueden hacia una muerte cierta, verdadera, de la que
nadie regresa para relatarnos que nos espera más allá de la carne
podrida y los gusanos. Siempre podemos engañarnos. Inventarnos motivos
celestiales que justifiquen tanta injusticia, tanto sufrimiento
gratuito. Se nos da bien manipular los hechos constatables. Imaginar
dioses que juegan a ser dioses con muñecos terrenales. Exorcizar los
terrores primitivos a la oscuridad, al sueño eterno, a la intrascendente
presencia de todos y cada uno de nosotros. Apostar por querer ser
inmortales.
En esa
estrella negra que me sirve de refugio fantasmagóricos árboles me mecen
en sus ramas para salvaguardar mi siesta de peripatética poetisa sin
versos ni poemas. ¿Qué es poesía? Y otra vez la mirada de mi perra, más
humana que la mía, se clava en mi pupila.
Ya
dijo Pessoa que el hombre no es animal (¡Ay quién pudiera!) sino carne
inteligente. Pero casi siempre enferma. Todo cuanto escribimos y
mentimos es igual que las flores iluminadas por la luz. Dependiendo de
los ojos que las miran cambian los matices pero, en realidad, no quieren
decir nada. Solo son lo que son. Flores de un día.
La
felicidad no existe a solas, en esta estrella negra. Cohabita con el
dolor y el sufrimiento. Igual que no se puede entender la noche sin el
día. Ser feliz constantemente es como ser constantemente idiota. También
el sol se entierra en el ocaso para cubrirse con un manto de negrura.
Para dormitar y olvidar las amarguras que ilumina.
También
el sol se está muriendo. Es el destino de todas las estrellas. Pero al
contrario que nosotros no necesita edulcorar su suerte con mentiras.
DdA, XII/3207
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