El
día 27 de enero a las siete de la tarde se ha convocado en Zaragoza una
manifestación de apoyo a quienes, como Manuela, mantienen limpios
nuestros colegios, patios e instituciones por el salario del hambre.
Ana Cuevas
Manuela
se levantó, como cada día, a las cinco de la mañana. Su rutina laboral
consiste en fregar y pulir patios y escaleras de diversas comunidades de
vecinos. La empresa para la que trabaja le manda que realice sus tareas
en lugares bien distantes entre sí.
El
tiempo que emplea en los desplazamientos no está remunerado. Una
jornada de ocho horas acaba convirtiéndose en doce o más. Los tiempos
para desempeñar el trabajo están minimizados pero la exigencia es
máxima. Todo debe quedar reluciente. Si hay quejas, Manuela podría
perder su puesto de trabajo. Algo que no puede permitirse con un marido
parado desde hace cinco años y tres churumbeles que tienen la mala
costumbre de comer todos los días. Su sueldo apenas alcanza los
ochocientos euros mensuales. Ahora podría ser incluso mucho menor. El
convenio de limpieza de edificios y locales de Aragón ha decaído y las
empresas tienen la prerrogativa de ceñirse al Estatuto de los
Trabajadores. Poco más de seiscientos euros al mes por una jornada
completa. Hasta los esclavos que recogían el algodón en el Mississippi
tenían más seguro su sustento.
En
la empresa para la que trabaja Manuela hubo elecciones sindicales. Su
jefe reunió a la plantilla para presentar la candidatura que debía ser
votada. Estaba compuesta por perros cancerberos cuyo único propósito era
velar por los intereses patronales. Cualquier otra opción dibujaría una
diana en la frente de sus candidatas. Manuela valoró la posibilidad
pero bastó la amenaza latente de despido para que se echara atrás.
A
menudo, Manuela y sus compañeras trabajan en edificios oficiales. Las
empresas subcontratadas se lucran con dinero público mientras reparten
las migajas a las limpiadoras. Ahora, sin convenio que les respalde,
esas migajas se pueden reducir microscópicamente. Lástima que el
estómago de los hijos de Manuela no puedan acomodarse al salario de su
madre. Ni su espalda machacada, ni sus artríticas manos consiguen alejar
la pobreza asalariada que ronda por su casa. Le ha tocado ser una
heroína forzosa en una sociedad que la ignora doblemente por su
condición femenina y humilde. Ella no eligió esta vida de abusos y
miserias. Desde la invisibilidad que la envuelve, Manuela sueña con un
convenio justo que dignifique una labor tan necesaria. ¡Hay tanto que
limpiar! ¡Tanta basura!
El
día 27 de enero a las siete de la tarde se ha convocado en Zaragoza una
manifestación de apoyo a quienes, como Manuela, mantienen limpios
nuestros colegios, patios e instituciones por el salario del hambre. La
situación de este colectivo, en una España que según dicen los
gerifaltes marcha como un tiro, es una hostia con la mano abierta en la
cara de todas y todos los trabajadores de este país. Una burla cruel y
amarga que quiere enviarles al inframundo laboral definitivamente. Si lo
consiguen, no solo será el fracaso de sindicatos y grupos
parlamentarios progresistas. Toda la clase trabajadora resultará vejada.
En
los tiempos de Ramsés III los esclavos egipcios se plantaron ante su
Faraón para reclamar más alimentos. No existían sindicatos que
abanderarán sus reivindicaciones. Solo el instinto de supervivencia y
esa intuición primigenia que mueve a los seres humanos a luchar por una
vida más digna. Fue la primera huelga documentada de la historia. La
primera que logró hacer visibles las injusticias que sufrían y que ayudó
a enmendarlas. Han pasado cientos de siglos y , pese a la lucha obrera,
los modernos faraones han demostrado más ferocidad que el bueno de
Ramsés.
El día 27 todas y
todos debemos estar en la calle junto a ellas. El apoyo sindical y de
los grupos parlamentarios no es suficiente. La solidaridad de la clase
trabajadora debe plasmarse en este asunto. Tenemos que pretar filas
contra la explotación de este colectivo porque en el siglo XXI no cabe
legalizar el esclavismo. Si dejamos esa puerta abierta, se colarán por
ella los derechos que históricamente hemos conseguido a fuerza de
sangre, sudor y lágrimas. Su lucha es la de todos nosotros. Su derrota,
será la nuestra.
Manuela
divaga pensando en todas estas cosas mientras empuña su escoba. Sabe que
hay una porquería más profunda e insana que la que debe limpiar en sus
faenas cada día. Una putrefacción ambiental que anula la solidaridad
entre los trabajadores y permite que medren empresarios sin escrúpulos.
Le gustaría poder barrer esa carroña. Mientras tanto, se angustia
pensando como va a acabar el mes con un sueldo que apenas alcanza para
cubrir una quincena. A lo mejor la solución sería vender a peso sus
cadenas.
DdA, XII/3194
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