Antonio Aramayona
Llevo años proponiendo fórmulas de desobediencia civil ante situaciones o leyes flagrantemente injustas. Sin embargo, he podido comprobar cuánto cuesta desobedecer (a la autoridad, a una sanción, a una autoridad que se auto-ilegitima sancionando acciones y personas que reivindican derechos humanos y libertades constitucionales. Y es que desde que vamos adquiriendo conciencia y libertad de decisión ya en los albores de la niñez, moldean nuestra mente para obedecer.
Llevo años proponiendo fórmulas de desobediencia civil ante situaciones o leyes flagrantemente injustas. Sin embargo, he podido comprobar cuánto cuesta desobedecer (a la autoridad, a una sanción, a una autoridad que se auto-ilegitima sancionando acciones y personas que reivindican derechos humanos y libertades constitucionales. Y es que desde que vamos adquiriendo conciencia y libertad de decisión ya en los albores de la niñez, moldean nuestra mente para obedecer.
Para ello se nos inculca desde los inicios el
sentido de autoridad: hay que respetar y obedecer a papá y mamá, a los
“mayores”, al profesor/a que toque, a las leyes (de los humanos y de los
dioses), a los jefes… Hay que obedecer porque lo dice u ordena alguien que es
autoridad. Este troquelado de la mente es implacable y sobre todo
indiscriminado: hay que acatar las normas de tráfico y no pasar un semáforo en
rojo por la misma razón que aceptar el castigo (racional o muy poco razonable
del progenitor, del maestro o del “agente de la autoridad”). Obedecer siempre,
porque desobedecer parece implicar malos augurios: este niño/a tiene un fututo
incierto, rayano en la marginalidad, “si no se corrige”.
Llegan entonces aberraciones tales –adoptadas
como evidencias- como el “porque lo digo yo”, que casi todos/as hemos padecido
alguna vez. Hay que obedecer, y punto. De lo contrario, puede sobrevenir el
castigo, la sanción. Obra bien = obedece = por temor al castigo. De ahí que,
por ejemplo, se compren aparatos detectores de radares en las carreteras, para
obedecer por temor a la multa y desobedecer en cuanto se pueda, superando la
velocidad permitida. Por eso vivimos también en el país de la picaresca, del
choriceo, de la chapuza.
¿Qué
pasó por las mentes de las tripulaciones de los aviones que portaban las bombas
atómicas de Hiroshima y Nagasaki? ¿Qué pasó por las mentes de los alemanes,
polacos, lituanos nazis, etc. cuando en una sola mañana convertían en cenizas a
centenares y miles de judíos? ¿Qué pasa por las mentes de los soldados que se
prestan a formar parte de un pelotón de ejecución? Sin lugar a dudas, en todos
los casos se acudió al ¿argumento? de la “obediencia debida”.
Tras la comisión de algo que en conciencia se
rechazaría sin este argumento y que sin lugar a dudas se encontraría condenable
en la conducta ajena, se tiende a exculparse negando ante uno/a mismo/a y ante
los/as demás alguna responsabilidad personal moral.
La gente obedece sin darse cuenta de que la
obediencia es la causa de sus acciones. Suele ser un hábito automático, una
costra.
¿Por qué cuesta tanto plantearse, mucho más
llevar a cabo, la desobediencia civil? Desobediencia civil, pacífica y
no-violenta. Pero desobediencia. ¿Nos queda alguna otra vía éticamente viable y
efectiva para denunciar los atentados contra los derechos humanos y la
reivindicación de los mismos que la desobediencia civil?
DdA, XII/3197
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