Pongo
en interrogante una reciente afirmación del profesor Stanley G. Payne.
La hizo en positivo según la transcripción (no necesariamente fiable) de
unas declaraciones suyas al periódico Levante (28 de noviembre). La ocasión la ofreció una conferencia impartida la víspera en la Universidad Católica de Valencia. Obsérvese, no en la pública. De
ser cierta, suscita una serie de cuestiones generales y particulares,
tanto de tipo historiográfico como ideológico. Abordaré, ante todo, las
primeras.
Ángel Viñas
Un
paseo tranquilo por algunas de las librerías más importantes de New
York City basta para mostrar a cualquiera las múltiples formas en que se
trata el pasado del país del que el profesor Payne es originario.
Anaqueles enteros están dedicados a obras sobre la guerra de secesión
(the American Civil War,
en la acepción más comúnmente aceptada en Estados Unidos). Que tuviera
lugar entre 1861 y 1865 (es decir, que terminara hace ya 150 años) no
parece óbice. Hay revistas dedicadas íntegramente a la misma con tiradas
considerables. Pintores destacados han recreado y recrean escenas del
conflicto. Se venden a precios exorbitantes. Incluso siguen apareciendo
películas (la última, Lincoln, 2012, de Steven Spielberg) que tocan aspectos relacionados con la contienda y su trasfondo.
Hasta
hace relativamente poco las feroces discusiones entre historiadores
norteamericanos eran objeto de sesudos tratamientos periodísticos. Entre
ellas se incluyen, por ejemplo, las sugeridas por visiones
completamente dispares sobre el proceso que llevó al estallido del
conflicto, el papel de la esclavitud antes y en el mismo (muchos lo
negaron más o menos abiertamente) y la adecuación de su denominación
(guerra entre los Estados ha sido siempre una de las favoritas para una
corriente minoritaria).
En
el año que ahora termina, el del 150 aniversario, la proliferación ha
sido mayor de lo habitual. Y, como no sorprenderá, la controversia
historiográfica sigue siendo intensa. Aunque el profesor Payne parece
más bien de tendencia ideológica republicana (en los actuales Estados
Unidos) supongo que no desconoce y que incluso lee una de las más
establecidas revistas intelectuales de la costa Este, The New York Review of Books.
Más bien, eso sí, de centro-izquierda. Me extrañaría que no hubiera
echado un vistazo a uno de los artículos de fondo que apareció en el
número del 19 de marzo de 2015 titulado “The Civil War Convulsion“. En él se reconoce que “la tarea de historiar la guerra civil, teniendo en cuenta su complejidad moral, es tan ardua (challenging)
como siempre. Tal vez el reto más significativo sea recuperar el
sentido de cómo sería el mundo futuro para aquéllos que lo afrontaron
sin el conocimiento retrospectivo que hemos ido acumulando”. Es decir,
cada generación escribe su historia del pasado común.
Que
Estados Unidos hoy no tenga mucho que ver con el de los años de la
guerra civil decimonónica no impide que la discriminación antes y
marginación hoy de una mayoría negra (perdón, black American) subsistan, sobre todo en los estados sureños, los vencidos.
Esto
significa que una guerra civil deja secuelas que el tiempo no borra
fácilmente. Incluso una como la norteamericana que no se caracterizó por
las secuelas de venganza de los vencedores contra los vencidos como fue
la española. Así que sorprende que sea, precisamente, un historiador
norteamericano el que se arrogue el derecho (que quizá considere innato)
de alumbrar a los españoles con su reconocida, aunque discutible,
sapiencia sobre la guerra civil y la dictadura.
En unas declaraciones (Tiempo,
13 a 19 de noviembre de 2015) el profesor Payne responde a una pregunta
de Javier Otero: “Su obra ha sido duramente criticada por muchos
historiadores. ¿Qué responde?”. La contestación no deja de tener
bemoles: “Que no malgasto mi tiempo en polémicas”.
Respuesta
admirable si quien la hace estuviese en posesión de la verdad, ya fuera
inmanente o revelada. El problema es que ni él, ni nadie (salvo el
Señor) lo está. Y cuando afirma que la biografía que de Franco él y el
periodista Palacios han escrito es la “única que trata en serio la
represión”, uno no puede sino reír, ya que no merece la pena llorar.
Franco
no es un invento político. Tanto los historiadores de una u otra
tendencia (porque todo historiador tiene su corazoncito, al igual que el
común de los mortales) investigan (o no), escriben y discuten acerca de
cuarenta años de historia española. En la medida en que Franco y la
mayor parte de sus partidarios siguen justificando la sublevación
militar de 1936 como el resultado de la experiencia republicana (Payne dixit:
“Fue una rebelión provocada por la oleada de atropellos, actos ilegales
y violencia”), cabría hablar del período 1931-1975, es decir, más
amplio y mucho más intenso históricamente.
¿Cómo
es posible, pues, que en la historiografía y en el recuerdo colectivo
45 años pueden tener solo una interpretación? ¿Se explicarían la
Reconstrucción o la modernización acelerada de Estados Unidos, con sus
tendencias hegemónicas (1860-1900) de manera estrictamente unívoca como
parece querer el distinguido historiador norteamericano?
O, ¿no será más bien que, en uno de sus habituales ejercicios de proyección,
sea la derecha la que imputa a sus adversarios políticos e ideológicos
un tipo de comportamiento que le es propio? Porque en el plano
historiográfico no he leído mucho entre los políticos, periodistas y
seudohistoriadores de tal tendencia que se quejen acerca de la desidia
de las autoridades por poner en pie un sistema razonable de acceso a los
archivos. Y no me consta (aunque quizá pueda equivocarme) que los
Gobiernos de Felipe González y de José Luis Rodríguez Zapatero se
caracterizaran por la destrucción masiva de documentación. Quizá el
profesor Payne no haya oído hablar de la que se produjo bajo la
esclarecida dirección de Adolfo Suárez y Leopoldo Calvo Sotelo. Por no
recordar, según informaciones de prensa, la que al parecer tuvo lugar al
final de la legislatura dominada por el PP bajo José María Aznar
(personalmente siempre me ha sorprendido que un documento crucial para
entender la postura de Franco ante el plan de estabilización y
liberalización de 1959 estuviera en los archivos de la Presidencia del
Gobierno antes de su llegada al Gobierno y no después bajo su sucesor).
Al
plano historiográfico hay que añadir otro: el de la justicia
conmutativa. Durante casi cuarenta años la dictadura estableció un
sistema sólido, congruente, decisivo para honrar a “sus” muertos. Es
decir, a las víctimas del “terror rojo”. La Iglesia católica no se ha
privado de beatificar a una porción de sus mártires. Un derecho que
nadie le discute pero que no apoya en otros. ¿O fueron asesinos todas
las víctimas del “terror blanco”? Porque también hubo muchos inocentes, y
mujeres, y niños.
¿Puede
Payne demostrar que la dictadura -o sus sucesores ideológicos- han
hecho un esfuerzo para, siquiera, “recordar” a las de su propio terror
(más acuciante, más duro, más permanente)?. Como esta sería una tarea
francamente difícil, en un ejercicio de prestidigitación la derecha
política, mediática e historiográfica las quiere olvidar
definitivamente. El vaciado de la denominada abreviadamente LMH así lo
apunta.
Es
decir, en oposición a lo previsto en la Constitución Española, tales
círculos han querido, y quieren, perpetuar la distinción entre muertos
de primera y de segunda categoría. Los de esta última habrían sido
condenados “por consejos de guerra regulares” y en aplicación de las
disposiciones legales correspondientes. A otra cosa, mariposa. Borrón y
cuenta nueva. El futuro se abre a la amnesia. ¿No es bonito?
Una
práctica tan elemental (cristiana, pero también pagana -no hay sino que
remontarse a la Antigüedad clásica) como la de honrar a los muertos es
hoy objeto de desatención, cuando no de ludibrio. ¿Por parte de quién?
Pues por parte de quienes se sitúan en la lignée
de los vencedores. Esa a la que nuestro distinguido autor no menciona.
Sin embargo, la historia no es cuestión de opinión sino, sobre todo, de
investigación contrastada y discutida. También en archivos de los que el
profesor Payne no parece haber sido nunca asiduo visitante.
PS:
Este post se publica en la semana en que tendrán lugar las elecciones
generales. Esperemos que de ellas salga un gobierno que tenga menos
miedo al pasado que su antecesor.
DdA, XII/3157
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