Ana Cuevas
El terrorismo yihadista no
parece un problema sencillo de afrontar. Cuanto más ahondamos en su
análisis, más complejo parece hallar una solución. De lo que no cabe
duda es que sería necesaria una estrategia global que abarcara varios
frentes. Interferir sus vías de financiación (aunque es un asunto
complicado porque algunas no provienen de los pozos de petróleo sino de
secuestros y extorsiones en las zonas ocupadas), que occidente deje de
suministrar armas que acaban en sus manos, obligar a posicionarse a los
países del Golfo pérsico o hackear masivamente las páginas proselitistas
que pueblan internet podrían formar parte del paquete de respuestas.
Pero no basta. Hacen falta otras medidas estructurales que atañen a la
política exterior e interior de los países occidentales. Para
enfrentarnos a esta cuestión con algo de superioridad moral Occidente
necesita hacer una autocrítica. Nuestras intervenciones en muchos
conflictos internacionales han superpuesto los objetivos geoeconómicos a
los humanos. Y esas víctimas colaterales han servido para alimentar el
odio de los extremistas. Pero dentro de nuestros propios países, la
marginación y los ghettos a los que se ven abocados muchos inmigrantes
por falta de políticas auténticamente integradoras también se han
convertido en un peligroso caldo de cultivo.
Por
otro lado está esa versión aventurera de la yihad que hace que
muchachos y muchachas, sin antecedentes de ser especialmente religiosos y
de clases más acomodadas, se dejen captar por su imaginería bélica y
sangrienta. Una maraña difícil de desentrañar.
Sería
ingenuo pensar que no habrá que utilizar la fuerza. Dentro de un plan
global no se puede descartar su uso en situaciones concretas. Pero
siempre están quienes piensan que ellos tienen una solución final que
puede resolver a bombazo limpio cualquier problema. Los que tiran de
tripas, básicamente porque carecen de cerebro, para apelar al uso
indiscriminado de la violencia. "Machoncitos" y "machoncitas" de barra,
como les define Iñaki Gabilondo, que hacen uso de su virilidad, no
importa el sexo, de matones pendencieros.
El
miedo es un argumento muy antiguo de la extrema derecha xenófoba. Un
discurso envenenado que cala entre la gente amedrentada y poco
reflexiva. En Francia los sabe bien Marine Le Pen que piensa sacar
rédito de la ola de terror. Aquí, García-Albiol achaca el terrorismo a
la multiculturalidad. Los clásicos griegos y latinos se rasgan las
vestiduras desde ultratumba. La multiculturalidad nunca ha sido el
problema. Gracias a ella las sociedades se han enriquecido y alcanzado
mayores cotas de progreso.
Sin embargo, la desigualdad y la
injusticia si que colaboran directamente con el terrorismo. Y
también esa mirada hipócrita que distingue entre víctimas según su
nacionalidad o procedencia.
Puede
que estemos en guerra pero que nadie sueñe que se puede machacar al
enemigo con unas lluvia de bombas y un par de bemoles. Hay situaciones
que requieren de órganos distintos a las gónadas sexuales. Quizás sea
hora de probar a combinar corazón y cerebro antes de atender
a los gritos de guerra de los machos cabríos.
DdA, XII/3136
No hay comentarios:
Publicar un comentario